Veranos de la niñez; Andrés García Maldonado



  A partir de cierta edad, resulta que cuando miras atrás lo primero que te viene a la memoria, en lo que a recuerdos y sentimientos se refiere, son los de los años de la infancia y niñez.

 Más aún cuando fueron, al menos para uno y desde la visión de esa corta edad, años felices y pasaron con muy gratos momentos e inolvidables acontecimientos. Salvo alguno que otro que, lógicamente, se quedó marcado tristemente para toda la vida, como puede ser la muerte de un padre.



 Así, al volver a los primeros veranos que recuerdo, la memoria me trae aquellas noches, especialmente las de luna llena, en las que mi padre, enamorado de la Historia y de Alhama, solía disponer que toda la familia, ya al anochecer y hasta altas horas, nos fuésemos a cenar, de picnic, a alguno de los muchos rincones y espacios realmente bellos que hay a lo largo del río Alhama, no muy lejos de la misma ciudad. Allí, nos narraba, como en casa en los días de invierno junto al brasero, leyendas y relatos de verdadero interés o curiosidad para nosotros, especialmente relacionadas con Alhama.

 Igualmente, algún que otro domingo o festivo, toda la familia, bien preparada para ello, y casi comenzando el camino al amanecer nos íbamos a parajes más lejanos, a los mismos nacimientos del río, o a alamedas espléndidas y llenas de encanto y sombras. Entonces se hacía con uno o dos animales, asnos o mulas, para la carga de cuanto había que llevar y para hacer más llevadero el camino a los más pequeños, mi hermano Félix Luis y yo. Lo cierto es que se iba excesivamente bien provisto de todo, hasta de platos de cerámica, entonces no los había de plástico, pero llevarlos del referido material era un verdadero riesgo. Como ese día en el que, bastante después de hacernos él la fotografía de "toma de posesión" del lugar elegido, el asno, cuando ya estaba todo dispuesto para el almuerzo campero, se soltó de su amarre, con la correspondiente alarma para todos, y pasó por encima de platos, comida y cuanto había, disponiendo tan sólo de lo que no tocaron y valiéndonos las patas del desatado asno.

 Después, ya a partir de los diez años, el río se hizo imprescindible en la chiquillería y juventud de toda Alhama, concretamente de aquella que no tenía que quedarse en los cortijos ayudando a la familia en las tareas de la recolección. Mientras a unos nos llevaban algunos días al campo para disfrutar de este hacer, otros amigos era para prestar su interminable colaboración posible a "sacar el verano". A mí, sobre todo, me encantaba, sin olvidar la monótona trilla, dormir a la intemperie, mirando al estrellado firmamento, en la era, entre sacos y con unas mantas, y que al amanecer cayese sobre mi rostro el rocío mientras iba observando el amanecer.

 Los chavales, junto al pueblo, en el cauce del río disfrutábamos incansablemente de los remansos -nosotros los denominábamos "romances", quizá ya nos influía el ¡Ay de mi Alhama!- que las avenidas del invierno formaban en distintos lugares, así como de las hermosas acequias de "La Trucha" y "Alta". Todo ello era la delicia generalizada para nuestros largos días de baños.

 Agua cristalina y fresca, transparente, divisando limpiamente el fondo del cauce. Donde hacíamos "pis" más abajo de donde nos estábamos bañando todos, si llegaba la necesidad de ello, y la que bebíamos más arriba, precisamente por lo anterior. Sin dejar de estar metidos en el agua, no solías tomar el sol, desde las once de la mañana -hora de aquel tiempo-, hasta las dos de la tarde. Volvíamos a casa a almorzar, nuestras madres nos obligaban a guardar la digestión, quizás por aquello de que "¡Como te ahogues, te mato! Y antes de las cinco de la tarde estábamos otra vez en el "romance" preferido hasta las siete de la tarde.

 Para el alhameño, al menos en aquellos años, sin piscina pública, ni privada, y sin posibilidad de ir a la playa, aún estaba muy lejana para los de tierra adentro (aunque estuviese al alcance para nosotros como la de Torre del Mar) nuestro río, nuestro Marchán, con sus alamedas, lo era maravillosamente todo durante el día en verano.  

 Hasta que no tuve quince años no comencé a ir, alguna vez, bastantes pocas, a la playa. Se ponían un par de familias de acuerdo y en un coche alquilado -de nueve plazas en los que entraban hasta doce personas, dependía de cuantos pequeños había-, todos hacia la mar. En alguna ocasión con algo más programado además del baño en el agua salada, visita a la Cueva de Nerja, a otra población o a la misma Málaga. En el primer caso, antes de las horas de baño y, en el segundo, tras éste. Eso sí, el sol hacía con nosotros de las suyas. Especialmente la primera vez que íbamos aquel verano. Aunque, de alguna forma, de retorno en el pueblo, presumíamos de nuestro "exagerado tostado", al proclamar las quemaduras solares que habíamos estado en la playa.

 Ya entrando en la juventud, las primeras horas de la noche y algunas más, se convertían en momentos de juegos y charlas en el “Paseo”, en los bancos del mismo o en cualquier de sus lugares o rincones apropiados para formar un corrillo. Amigos y amigas entrañables e inolvidables, no dejábamos de charlar y contar nuestras cosas, experiencias e inquietudes, chistes y comentarios, propios de la edad. Algún que otro juego pero, sobre todo, sincera y buena amistad, de la que quedaba para todo el largo invierno -en muchos casos para toda la vida- tras unas vacaciones que, en aquellos años, comenzaban tras los exámenes finales del curso correspondiente del Bachillerato, concluyendo mayo e iniciándose junio y, la vuelta a Granada, terminando septiembre para comenzar ya en octubre.

 La canción "El final del verano llegó", del "Dúo Dinámico", con su estrofa "El final del verano llegó, y tu partirás. Yo no sé hasta cuando, este amor recordarás", fue y ha sido siempre, al menos para mí, algo que llevo grabado en el alma por la carga de nostalgia que tiene de aquellos años en tantos sentidos. Ha pasado ya más de medio siglo, pero jamás he olvidado la canción, como tampoco el hecho de que tuve la suerte de ser niño y joven que disfrutó los veranos en una tierra singular para pasar cualquier época del año, pero sobre todo, el verano. Allí, todo no deja de combinarse, cada vez más, para que sea así. Año tras año, época tras época, se confabula todo para que lo del ayer no deje tener el encanto y lo del hoy siga mejorándose cada vez más.

 

 En un paraje junto a los nacimientos del río Alhama o Marchán.- De izquierda a derecha, Félix Luis y León Felipe -detrás-, Conchita -una modista que venía a casa-, yo, mi madre, Juan Manuel, sentado en el suelo, y, detrás, Javier, un chico de Lyón que mi padre trajo a casa tras la Segunda Guerra Mundial.



 La de los tres hermanos en Granada.- Ya la llegada la Feria del Corpus de Granada -en ocasiones cercana a la de San Juan de Alhama-, a la que solía llevarnos nuestro padre cuando se celebraba en el Salón, junto a donde la "Alsina" tenía muy cerca su estación. Él es quien se encuentra con la cámara que realizó esta fotografía y esto ya nos hacía sentir que el verano estaba presente de hecho. En la fotografía mi hermano Juan Manuel, Juan Manuel Brazam, quien ya le daba satisfacciones a mis padres por sus avances en el dibujo y la pintura; Félix Luis, que que las daba por su inteligencia privilegiada y excelente comportamiento, y yo, "militarizado" -¡qué me gustaban las espadas y los fusiles como juguetes!-, que si se las daba creo que era por ser el benjamín de la casa, bueno, algo más cuentan. León Felipe, que algún año atrás se había hecho famoso por su "travesuras", ya andaría más detrás de alguna chica que para esto de subirse en "los caballitos".



 La de la playa.- Primera vez que fuimos a las Cuevas de Nerja, en el verano de 1963, tampoco hacia mucho que se habían descubierto. Y tras la visita, una fotografía en la playa de Nerja, de pie y de izquierda a derecha, mi prima Ana Mari Martel Maldonado, Mari Carmen Serrano del Pino, mi madre, mi tía Inocencia y Carmen del Pino. Delante, mi hermano Félix Luis y yo, con salacot. Realizó la fotografía el bueno de Ricardo Serrano -padre también de nuestra querida por todos Chencha Serrano del Pino-, quien, además, fue quien nos llevó con el coche de mi siempre inolvidable amigo Juan Ochoa. Fue un viaje inolvidable, todo el día en la playa tras maravillarnos de la cueva y, ya al anochecer, un helado en el mismo centro de Málaga. ¿Quién me iba a decir que no muchos años después comenzaría a hacerme malagueño, sin dejar de ser alhameño, y viviría junto al mar, en Rincón de la Victoria entonces aquel pueblo marinero de blancas casas mata junto al Mediterráneo, no muy lejos de la capital malagueña?.