A José Saramago, Salve
Seguramente, José, debe de haber otro dios, además del que nos han contado, en el que no duela creer. Un dios pequeñito, que nada puede frente a los desafueros del dios bíblico, que procura pasar desapercibido, con la cabeza gacha, cuando se cruza con él.
Ese dios, que esperemos que exista, se dedica a reunir en un Sitio Bueno a la Gente de Bien. Ese dios te habrá abrazado al recibirte y, con vergüenza ajena, te habrá pedido perdón por el dolor que el otro dios, el bíblico, te ha causado, aunque no creyeras en él. Porque ese dios duele, duele a los ateos, duele a los agnósticos, y duele a muchos creyentes. solamente no duele a aquellos con un concepto aberrante de la caridad cristiana, como ese sicario de la pluma, cuyo nombre no necesito saber que esperaba ansioso tu muerte para arrastrar por el barro tu memoria y tu buen nombre en su exabrupto (disfrazado de artículo) del Corriere della sera.
Eras tan grande, José, que no necesito decírselo a quien lea estas letras. Tan sólo un botón de muestra. Cuando ganaste el Nobel, dotado en aquel entonces con el equivalente a un millón de dólares. donaste el importe íntegro a obras sociales, cuando un periodista te preguntó por ello dijiste simplemente: "para qué quiero yo un millón de dólares".
Sólo decirte, José, que cuando llegue el momento, espero reunirme contigo y que me sigas enseñando como me has enseñado a lo largo de los años. Que me sigas enseñando tú, que me siga enseñando Miguel Hernández, Delibes, mis Dioses Lares, Mario Benedetti y tantos otros que la memoria, caprichosa, esconde.