El niño yuntero


A fuerza de golpes, fuerte,
y a fuerza de sol, bruñido.

 Título de un poema de Miguel Hernández; dos versos de ese poema. En un ejemplar del Círculo de Lectores que adquirí allá por el año 1971 descubrí por primera vez la profunda belleza de la poesía de este autor, un poeta que, por otra parte, había pasado casi desapercibido en mis estudios de Literatura.

 Recuerdo que leí y releí este poema decenas de veces, mientras mataba el tiempo y el aburrimiento en las largas tardes sin faena del cuartel de Ingenieros, e inevitablemente mi imaginación volaba a aquella besana de Los Llanos donde por vez primera me quedé solo con una yunta, con… no sé, ¿catorce años, quince?

 No era aquello nada nuevo para mí. Desde hacía bastante tiempo, años, mi padre me dejaba el arado mientras él hacía cualquier otra faena en el campo. Y así, después de terminar de sacar el verano, solía yo rematar mis “vacaciones” veraniegas con algunos días de ariega o cualquier otro trabajillo, que yo consideraba “menor” después del duro verano, antes de comenzar el nuevo curso en Granada a primero de octubre.

 Aquella tarde mi padre debía asistir a un entierro. Pensaba soltar al medio día y venirse a comer al pueblo, pero yo lo disuadí y logré convencerlo de que no hacía falta perder la tarde, que podía dejarme la yunta tranquilo que yo era de sobra capaz de quedarme solo con ella. Todos los cargos habidos y por haber me hizo mientras, sentados en el suelo y abierta la capacha, dábamos cuenta de la ensaladilla, torreznos y tajadas de chorizo y morcilla que contenían las dos horteras; y mientras las bestias, entre tanto, descansaban reponiendo fuerzas con su bien merecido pienso de paja y cebada.

 Mi padre, antes de irse, ha vuelto a uncir la yunta, ha enganchado de nuevo el arado, y yo, bistola en mano y apoyado en las manceras, me dispongo a continuar la faena. Y, al verme solo con aquella responsabilidad, me creo la persona más importante del mundo. Pues no es nada, todo un gañán, poco que voy a presumir ante mis amigos cuando nos veamos esta arde en la plaza. Y es que en esto del campo, mientras eras un pintaor, un trillero o un aceitunero no eras más que un crío, un chotajo. Pero eso de llevar una yunta con un arado o un carro… eso eran palabras mayores, eso era cosa de hombres.

 El día llegaba a su fin, pero mi padre no estaba para decir “vamos ya a echar el Cristo”. Y yo, sin reloj, a cada vuelta pensaba: “todavía tendré que dar otra”. Y en realidad es que tenía miedo de llegar a casa demasiado pronto y me fuesen a regañar o, lo que es peor, a reírse de mí. Cuando, por fin, me decidí a soltar, el sol, que en aquellas alturas tarda bastante en ponerse, ya había desaparecido en el horizonte. Corrí lo que pude. Pero en desenganchar, esconder en el surco bistola y tiraera y cargar todo el “jato” en las bestias, uno solo tarda más de lo que yo creía. Y se me hizo tarde, claro que se me hizo; y, antes de llegar a la altura del cortijo Lorenzo ya estaba oscureciendo. Por la era de Pepico José me encontré a mi padre que, preocupado por mi tardanza, iba ya a buscarme.

 Mi reconocimiento oficial como gañán me vino por aquella experiencia. Y no me costó mucho convencer a mi padre para que me dejase al día siguiente ir solo con la yunta. Las pasé canutas. Mi baja estatura, la falta de experiencia (desde que comencé mis estudios, mis trabajos en el campo se reducían, prácticamente a las faenas veraniegas) y la altura de aquellos mulos no me lo pusieron fácil. Pero un poco de maña y un pequeño majano me ayudaron a solventar mi problema.

 Lo de llevar una yunta con esa edad no era ninguna proeza. Cualquier chaval del pueblo, con mis años, pero más curtido en las faenas del campo por no haber tenido la oportunidad de continuar su formación académica, cualquiera de ellos lo hacía como la cosa más natural del mundo. Recuerdo mi última temporada como “pintaor” de garbanzos (año 1958 en el que comencé mis estudios en Granada); fue para mí algo especial. La mayor parte de ella la pasé con un gañán que me superaba poquísimo en edad y en estatura. Sin ese temeroso respeto a aquellos mayores serios, que apenas hablaban si no era para regañarte por tu tardanza o por soltar dos garbanzos a la vez, las jornadas de trabajo con él llegaban a ser hasta divertidas. Recuerdo un día en que la yunta se le fue por un balate con el arado arrastrando y los dos nos quedamos en lo alto mirándonos el uno al otro, llenos de miedo. –No le vayas a decir nada a mi padre- me decía cuando logramos recuperar el control de las bestias y reemprender la faena. Y, por supuesto, su padre nunca supo de aquel incidente que hubiese podido tener graves consecuencias si la reja del arado hubiese alcanzado la pata de un animal.

 Muchos niños de mi generación se vieron obligados a realizar trabajos que no les correspondían porque la situación económica de la familia no les dejó otra alternativa. Niños de siete u ocho años que tenían que ayudar sembrando, escardando o recogiendo aceitunas. Que iban a la escuela cuando en el campo no había nada que hacer o cuando la lluvia impedía trabajar. Niños que incluso tenían que dejar su familia y su hogar para colocarse en algún cortijo cuidando una piara de cabras o marranos. Niños que, sin dejar de ser niños, llegaban prematuramente a considerarse y ser considerados hombres y, en el tiempo en que deberían pasar de una enseñanza primaria a otra secundaria, ellos ascendían, ufanos y orgullosos, de niños porqueros a niños yunteros.