La generación del ala pollo



No puedo apuntarme la originalidad de este título, se lo debo a mi compañero de tantos años en las tareas docentes, José María Fernández.

 Me lo repetía con frecuencia: “Luis, nosotros somos la generación del ala pollo”. Y, ante mi curiosidad, lo explicaba. Según él, y razón no le faltaba, en aquellos años de nuestra infancia y juventud, el respeto, quizá también temor, que en la familia se tenía al padre, al cabeza de familia, hacía que este gozase de unos privilegios que los demás miembros habrían de respetar. Podría ser el lugar de honor en la mesa, un sillón junto a la chimenea o la mejor tajada del pollo que en alguna especial ocasión servía de menú para romper la monotonía de olla, papas y migas. Quedaría, pues, para los demás, para los chiquillos sin privilegios, la carne de rango inferior: las alas del pollo.

 Pero, prescindiendo de la anécdota culinaria, esta sentencia encierra una filosofía de vida mucho más profunda. Quienes ya tenéis cierta edad podréis dar fe de que la mayoría de los niños de nuestra generación tuvimos que realizar en ocasiones trabajos que no nos correspondían. Tuvimos que cambiar en ocasiones la cartera escolar por el cebero para pintar garbanzos, o por la espuerta para coger aceitunas. Eso sin contar a quienes nunca tuvieron ocasión de pisar una escuela porque en los años que debieron hacerlo ya estaban trabajando. También recordaréis que el salario por nuestro trabajo nunca lo vimos. O, como mucho, duraba en nuestras manos lo que duraba el trayecto entre la casa del pagador y la nuestra, donde los padres ya esperaban nuestra pequeña aportación a la economía familiar.

Acabar sus días en una residencia (asilo, dirían ellos) hubiese supuesto una humillación indigna de gentes de bien.
 También recordaréis, era lo usual en aquella época, que en la unidad familiar había un único administrador; más exactamente, administradora. Y lo que cada miembro de la familia podía aportar iba a ese fondo común; y lo que cada cual necesitaba, de ese mismo fondo salía. Solo se sería dueño absoluto del propio dinero cuando uno se independizase y formase su propia familia.

 Y ese respeto, esa veneración (amor diría yo) hacia nuestros mayores se habría de prolongar hasta el final de sus días. Éramos conscientes de que su cuidado era nuestra obligación; como ellos lo habían hecho con nosotros (y con sus mayores) cuando tuvieron que hacerlo. Acabar sus días en una residencia (asilo, dirían ellos) hubiese supuesto una humillación indigna de gentes de bien.

 Decía aquel famoso refrán que “cuando seas padre comerás huevos”. Y llegó el día en que los de mi generación fuimos padres. Y no es que quisiésemos a nuestros hijos más que a nosotros nos quisieron, no. Es que los tiempos habían cambiado y estábamos obsesionados con que ellos pudiesen disfrutar de una vida mejor que la que a nosotros nos tocó vivir. Gracias a Dios no tuvieron que abandonar la escuela para realizar unos trabajos que no les correspondían. Gracias a Dios nunca les faltó la ropa adecuada para el colegio o para sus ratos de expansión. Y, si decidieron realizar unos estudios superiores que les exigiesen salir del domicilio familiar, también tuvieron a su alcance esa oportunidad. Ya nos encargaríamos los padres de que a nuestros hijos no les faltase un detalle, aunque para ello tuviésemos que seguir conformándonos con el ala del pollo.

Las residencias ya no son asilos. Nadie mejor que un personal especializado para atender adecuadamente a estas personas.
 Gracias a su formación, a su constancia y también al sacrificio de sus padres, los hijos de esta generación disfrutan actualmente, en su mayoría, de una situación económica y laboral estable. Pero, a diferencia de quienes les precedimos, aún siguen necesitando a sus padres. Y aún no pueden estos disfrutar del merecido muslo y pechuga. Y es que los hijos de estos hijos nuestros necesitan, en gran número de familias, que los abuelos los lleven al cole, los lleven al parque, les preparen la comida… porque el trabajo de sus papás les proporciona mucho dinero para comprarles cosas, pero muy poco tiempo para estar con ellos.

 Seguramente tampoco les quedará tiempo para ocuparse de unos padres dependientes cuando ese momento llegue. Pero eso ya no creará problema alguno. Las residencias ya no son asilos. Nadie mejor que un personal especializado para atender adecuadamente a estas personas. Y qué mayor satisfacción en esta última etapa de la vida que recibir la visita de hijos y nietos, sabiendo que no somos un obstáculo en su día a día.

 ¿Llevaba razón mi amigo José María? ¿Somos, pues, la generación del ala pollo? Yo no me atrevería a dar una respuesta categórica. Tal vez esta filosófica cuestión podría dar lugar a un extenso debate. Pero sí estoy convencido de que no me quiso a mí mi padre menos que yo quiero a mis hijos; ni estos me respetan menos que yo lo respeté. Y he de añadir que me inspiran compasión esos padres que, por motivos laborales, no pueden disfrutar de sus hijos tanto cuanto quisieran. Y esos hijos que, por la misma razón, también tienen que vivir separados de sus padres más tiempo del que sería deseable. Pero también es verdad que cada momento compartido con los nietos es un soplo de aire fresco, una inyección de vida para los abuelos que tienen la suerte de disfrutarlo.

Santa Cruz, noviembre 2021
Luis Hinojosa D.