Anécdotas de Santeña: Un paturreo 'sonao'



Fuera de la feria y el día de la Cruz(1), no había en Santeña muchas ocasiones para la diversión.

 La vida era dura y había que pensar más en trabajar que en distraerse; pero ganas no faltaban. Para paliar esta carencia, se instituyó en nuestro pueblo un modo de divertirse que quedó tipificado como ‘ir de juego’ o ‘de paturreo’. Consistía esta manera peculiar de diversión en que alguien -generalmente una moza- invitaba a su casa a unos cuantos amigos y amigas para una reunión en la que se jugaba a las prendas, a las adivinanzas o a ‘echar los años’ y, luego, se bailaba. Como las casas eran generalmente pequeñas o muy pequeñas, las habitaciones lo eran más; esto significa que, a la hora de bailar, había allí más ‘paturreo’ que ritmo y compás. Pero poco importaba; al contrario, la escasa luz y lo exiguo de la estancia no podían proporcionar mejor ocasión a las parejas para el ansiado estrujón.

 Los paturreos eran más frecuentes en invierno, cuando las noches son largas y frías, y se hacían para divertirse, pero también, y sobre todo, para buscar pareja. La casa se caldeaba previamente con una buena lumbre, todos llevaban algo de comer: mantecados, pestiños, masa para tortillas, o carne -de caza o de corral-, y así, entre jugar, comer y bailar, transcurría alegremente la velada.

 En cierta ocasión, dos hermanas casaderas de la localidad, hijas del matrimonio compuesto por Juan Panete y Carmen La Repela, hicieron en su casa un ‘paturreo’. María y Amparo -o ‘Amparillo’–que así se llamaban–, invitaron a ciertas personas solamente pues, al parecer, aquella noche debía de ‘cocerse’ algo importante entre algunos de los invitados y no querían airearlo. Vivía la familia en El Carril, en una casa muy pequeña, de una sola planta, pegada al molino de Juan Ortiz. Pero, antes de proseguir, conviene hacer una puntualización de especial interés para el desarrollo de los hechos.

 Cuando el citado molino funcionaba, la leña para el horno se guardaba en el huerto, un corralón situado exactamente enfrente; y como la leña venía atada en haces o ‘gambullos’, al lugar se le conocía como ‘la gambullera’. Estaba la gambullera cerca de la puerta para minimizar tiempo y esfuerzo y, por hallarse siempre atiborrada de leña, era escondite ideal cuando se huía de alguna trastada o se la quería preparar. Tenía el huerto un pozo con agua fresca y clara y estaba provisto de una polea o ‘garrucha’ con su cubo, pues de allí se sacaba el agua para el pan. Había también en el recinto un trozo de tierra sembrado casi siempre de manzanilla que el bueno de Juan Ortiz regalaba, gustoso, a quien se la pedía, lo que le hacía decir, no sin cierta vanagloria pero con toda la razón, que en su huerto tenía él el remedio para todos los dolores de barriga de Santeña. El huerto solía estar siempre abierto, pues continuamente entraban los panaderos por agua o por leña. Y como por aquellos tiempos, los niños y los zagalones andaban más fuera de casa que dentro, no hay que decir que el huerto de Juan Ortiz era lugar preferido.

Y ahora, continuamos nuestro relato...

 Aunque las hermanas hicieron todo lo posible para que nadie se enterase del paturreo que preparaban en su casa, todo el mundo se enteró. A los mozos de Santeña, lo que realmente les intrigaba era la clase de invitados. Allí había gato encerrado. Alguien apuntó que querían emparejar a una paisana con un forastero pariente de ellas, dejando a cuatro velas al paisano que realmente quería la moza. Otro, al saber que entre las invitadas estaba la mujer por la que él volaba los vientos y temiendo que más que un paturreo aquello se convirtiera en una ‘tienta’ en toda regla, dijo que estaba dispuesto a todo con tal de aguar la fiesta y evitar así lo que se temía. Todos se pusieron de su parte y se juraron que la venganza sería ‘soná’.

 En la noche de autos, cuando las calles estaban desiertas, por separado para no levantar sospechas, se fueron congregando en la gambullera los vengadores. Apostados entre los gambullos, aguardaron a que entraran los invitados y dejaron pasar un rato. Luego uno de ellos se aventuró y llamó a la puerta pero nadie contestó. Debían de estar todos y no quisieron abrir. Volvió a golpear, ahora con los puños, pero sólo pudo oír risas y jolgorio. Desde allí hizo señas a los que aguardaban escondidos entre la leña. Salieron con una escalera que había en el huerto y que servía para alcanzar los gambullos más altos, y la colocaron encima del carro del molino que, previamente y con todo el cuidado del mundo, habían acercado a la puerta de la casa. Luego, mientras uno metía un palo por la anilla de la puerta y la dejaba bloqueada, otro hacía lo propio con la ventana, cerrada desde dentro para que nadie pudiera fisgonear. Finalmente, con un puñado de guindillas en el bolsillo y un saco viejo, el que había dicho que estaba dispuesto a echar por alto la fiesta, subió al carro, trepó por la escalera y, en dos segundos, estuvo en el tejado. Con extrema precaución se acercó a la chimenea y, por el humeante cañón, dejó caer aquellas píldoras diabólicas, tapando inmediatamente la embocadura con el saco. Luego, de un salto se puso en el suelo y en un santiamén estuvo con los demás escondido en la gambullera.


Se acercó a la chimenea y dejó caer aquellas píldoras diabólicas, tapando la embocadura con el saco

No habían transcurrido tres minutos cuando, desde el interior de la casa, se oyó un tumulto de gritos, toses y maldiciones, al tiempo que puerta y ventana se cimbreaban con los empellones que recibían desde dentro en un intento de abrirlas. Ellos observaban desde lo alto de los gambullos, satisfechos de la faena, mientras las toses y los gritos de socorro alcanzaban tal volumen que algunos vecinos, alarmados, salieron a la calle a ver lo que pasaba. En ese momento, temiendo que aquello pudiera acabar en tragedia, uno de los artífices salió de su escondite y disimuladamente quitó el palo que bloqueaba la ventana abriéndose ésta al instante. A través de la ventana y a la luz de los candiles, podían verse los sofocados rostros de los paturreros con los ojos encharcados y enrojecidos por la tos, pidiendo por Dios que abrieran la puerta porque se iban a asfixiar. Uno de los vecinos vio la tranca, la sacó de la anilla y la puerta se abrió bruscamente vomitando a los sofocados paturreros que salían disparados de aquella antesala del infierno en busca del aire de la calle. Y mientras se oía toda clase de expresiones condenando la ‘canallá’ y compadeciendo a las víctimas, lo realmente digno de ver era a Carmen La Repela, madre de las anfitrionas, armada de un gutifarro mellado y patrullando El Carril en busca de los canallas ‘hijoputas’ que por poco los ‘afisian’.

Hoy, en el lugar del huerto, se alza una casa de reciente construcción con taller y garage, y el casucho de Los Panete se ha convertido en un pequeño edificio propiedad de la Telefónica, lo que, indudablemente, ha mejorado el aspecto de la calle; pero los que conocieron el barrio de antaño, siempre que pasan por allí, se les viene a la memoria aquella lejana noche del sonado paturreo.

1 La feria tenía lugar los días 18,19 y 20 de septiembre. El Día de la Cruz, el 3 de mayo, fecha del santoral.