
Hoy quiero contarte un cuento.

No porque los cuentos expliquen la realidad, sino porque a veces la rodean mejor que las explicaciones.
Dicen que, justo en ese momento extraño entre el 31 de diciembre y el 1 de enero —cuando nadie sabe bien si ya es mañana o todavía es ayer—, el Año Viejo y el Año que Nace se encuentran.
La noche del 31, cuando los relojes contenían la respiración, el Año Viejo se sentó en una banca de madera frente al mar del tiempo. Se acomodó bajo un árbol que no daba sombra ni fruto, pero sí silencio. Llevaba un abrigo remendado con risas, cicatrices y promesas incumplidas. Sus bolsillos estaban llenos de papeles doblados: fechas, nombres, despedidas. Un saco colgaba de su hombro y en la mano sostenía una libreta casi llena.
El Año Viejo llegó sin anunciarse, como llegan casi todas las verdades importantes.
El Año Nuevo ya estaba allí. Caminaba en círculos, intranquilo. No tenía arrugas ni recuerdos; solo una libreta en blanco y una mirada inquieta.
Miró el mar. Las olas eran segundos rompiendo contra la orilla.
— Tengo miedo —dijo mirando al Año Viejo—. Dicen que traigo esperanza, pero no sé cómo sostenerla sin romperla.
— Todos esperan algo de mí —continuó el Año que Nace—: esperanza, cambios, milagros… y la verdad, no sé si voy a poder con tanto.
El Año Viejo lo observó con una sonrisa cansada. Lo miró con esa mezcla de ternura y comprensión que solo tiene quien ya se equivocó varias veces.
— Déjame decirte algo —respondió—. A mí también me pidieron lo mismo. Y tardé todo el año en entender que no era mi trabajo salvar a nadie.
El Año que Nace frunció el ceño.
— ¿Entonces para qué existimos?
— Para ofrecer tiempo —dijo el Año Viejo—. Nada más. Días, horas, oportunidades. Lo que cada persona haga con eso no depende de nosotros. Algunos lo usarán para crecer. Otros para repetir. Y otros para dormir un poco más.
Hizo una pausa.
— La esperanza no se sostiene —añadió—. Se practica. Como el caminar. Y no crece igual en todas partes. A veces brota como flor; a veces como maleza. Ambas enseñan.
Se sentaron juntos. El viento movía las hojas, y cada hoja parecía un recuerdo que no pedía ser juzgado.
— ¿Cómo fue el camino? —preguntó el Año Nuevo.
— Tal como fue —contestó el Año Viejo—. Hubo dolor cuando hubo apego. Hubo alegría cuando hubo presencia. Y hubo errores… porque hubo intentos.
Sacó de su bolsillo un papel amarillento.
— Aquí quedaron abrazos que llegaron tarde, palabras que faltaron, miedos que ganaron batallas. Pero también hubo pan compartido, risas inesperadas, manos que no soltaron.
— ¿Y el dolor? —preguntó el Año Nuevo.
— El dolor fue maestro —dijo el Año Viejo—. No amable, pero honesto. Enseñó límites, nombró ausencias, hizo silencio cuando hacía falta.
El Año Nuevo señaló el saco.
— ¿Qué llevas ahí?
El Año Viejo lo abrió. Dentro había oro y ceniza, mezclados.
— Esto es lo que dejan quienes viven —dijo—. Lo que brilla y lo que pesa. Ambos pesan lo mismo. Solo la mirada decide cuál es cuál.
Caminaron hasta un pozo cercano. El Año Nuevo quiso cargar el saco, pero el Año Viejo negó con la cabeza.
— No te lleves el peso —le dijo—. Aprende la lección.
Y vació el contenido en el pozo. El oro se hundió hasta el fondo. La ceniza flotó un instante y luego el viento la llevó.
— ¿Qué significa? —preguntó el Año Nuevo.
— Que lo verdadero siempre va al fondo —respondió el Año Viejo—. No hace ruido. Y lo que no sirve, se va solo si no lo retienes.
El Año Nuevo abrió su libreta en blanco.
— ¿Y ahora qué debo hacer? ¿Cómo hacerlo mejor que tú?
El Año Viejo la cerró con suavidad.
— No intentes hacerlo mejor —dijo—. Intenta hacerlo más consciente. Mira mejor. Escucha más. Perdona cuando puedas. Y cuando no puedas, al menos no te mientas.
— No intentes cambiar a nadie. No prometas nada. Solo estate disponible. El cambio real empieza cuando alguien deja de esperar que el tiempo haga el trabajo que le toca hacer a él.
Una hoja cayó del árbol. Cuando tocó el suelo, el Año Viejo ya no estaba.
El Año Nuevo se sentó a respirar.
No prometió nada.
Empezó.
El tiempo no viene a cumplir expectativas, sino a mostrarnos qué hacemos con lo que nos toca. No se trata de borrar el pasado ni de controlar el futuro, sino de habitar el presente con honestidad. No es el año el que tiene que cambiar.
Eres tú quien decide si sigue viviendo en automático
o si empieza a habitar sus días con más conciencia.
Y la pregunta es:
ahora que empieza tu propio Año Nuevo…
¿qué vas a soltar en el pozo,
y qué estás dispuesto a mirar de frente antes de seguir caminando?
Y ahora dime,
en este año que empieza:
¿qué estás dispuesto a dejar de pedirle al tiempo
y qué te animas, por fin, a hacerte cargo de transformar tú?
Si este cuento fuera una puerta, no dice “entra”.
Dice: “Detente un segundo ante de seguir caminando”.
Jesús Pérez Peregrina.