Ya lo advirtió Cortázar

Nada más lejos de mi intención que polemizar con izquierdas o derechas, conocido es mi apoliticismo y mi fácil modo de acomodarme "a lo que venga".

 En dos relatos, además: Casa tomada y otro, cuyo nombre no recuerdo por lo cual apelo a la benevolencia del amable lector, pero en el cual un ‘man’ fallece engullido por su propio pullover (a lo que entendí, jersey o saquito, como decimos en mi pueblo). Pero nunca hicimos caso a esas advertencias, que leímos como relatos de la desbordada y desenfrenada fantasía del autor. Aclaro de antemano, que ni el cuento del argentino ni mi nota deben entenderse de modo alguno como una velada alusión a los ocupas o las ocupaciones. Nada más lejos de mi intención que polemizar con izquierdas o derechas, conocido es mi apoliticismo y mi fácil modo de acomodarme "a lo que venga", correr con el viento que toque y arrimarme al sol que más calienta (o la sombra más fresquita si es el tiempo de andar buscando la umbría). Ni la casa tomada del relato cortaziano lo fue por gentes carentes de hogar, ni la mía lo ha sido tampoco.

 Tampoco se puede decir que los invasores de mi hogar sean peligrosos; son, eso sí, tremendamente molestos y muy contrarios a ese bienestar hogareño tan del gusto de las personas de edad casi avanzada y amantes del sosiego, el confort, la sopa caliente y la ropa de andar por casa cómoda y amplia. Con sus zapatillas o pantuflas para chancletear a modo. Toda una definición, como se ve, del concepto del "pequeño burgués, acortado "pequebú", tan del gusto de los izquierdistas del Cono Sur, tan amados en su tiempo por cierta gente a la que la edad y el peso de los años y la Visa Platino han acabado inclinando a la derecha, un poco, eso sí.

Yo siempre me he declarado ácrata, es decir contrario a toda autoridad, ya política ya religiosa que se oponga a que haga lo que me apetece en cada momento



 No es mi caso, por supuesto. Yo siempre me he declarado ácrata, es decir contrario a toda autoridad, ya política ya religiosa que se oponga a que haga lo que me apetece en cada momento. Y por supuesto, acérrimo enemigo de todo estado que pretenda limitar mi libertad o mi patrimonio con leyes abusivas o impuestos.

 Creo que conviene aclarar esto, es decir el modo de pensar que tengo, y las apetencias que ese modo de pensar conlleva para que quede claro el daño moral que la ocupación de mi casa me provoca, que va mucho más allá de la incomodidad física.

 Todo comenzó una tarde otoñal. O eso creo recordar por la luz tenue del atardecer que iluminaba mi biblioteca. Tampoco estoy seguro, como no lo estoy de casi nada de lo que veo y vivo desde esa aciaga tarde. Fue al sacar mi edición de "Comentarios de la guerra de las Galias" para cotejar un dato y comprobar la exactitud y rigor histórico de un autor, ya el volumen en mi mano, pude observar que en el hueco que este había dejado, había un objeto extraño. Extraño para mí, extraño para estar en el mismo sitio que una obra de César y extraño en su totalidad.

…esas bragas estaban inexplicablemente en un lugar insólito

 Lo pude comprobar tras sacarlo con cuidado y ver que se trataba de una sucinta prenda interior femenina, concretamente unas braguitas de las llamadas brasileñas, de color verde, del mismo tono, si la memoria no me engaña, que la ropa interior de Irma, la dulce prostituta de la película de Wilder. El problema no era tanto la presencia de ese objeto, más bien su presencia en un lugar tan anómalo como mi biblioteca. El segundo problema es que yo no recordaba haber invitado recientemente a ninguna señorita de compañía, a la que tal prenda le quedase bien, ni a ninguna que no le viniese bien, si vamos al caso. y creo que si alguna señora o señorita de cualquier índole, edad y condición se hubiese paseado por mi casa me habría dado cuenta. No, esas bragas estaban inexplicablemente en un lugar insólito. Que alguna persona ajena a mi soledad absoluta las hubiese dejado allí para embromarme era imposible dado que en mi biblioteca solo entro yo. En otra parte de la casa, sí que hubiese sido cualquiera de mis amistades femeninas o masculinas a las que convido de cuando en cuando a tomar una copa, una reunión de amigos tranquila, el repaso a la actualidad (críticas al gobierno por incompetente, a la oposición por blanda, a los amigos ausentes, porque sí), la charla sobre libros leídos o por leer, ese tipo de reuniones y amigos. Pero como todos son igual de retorcidos en su humor como yo, cualquiera de ellos hubiese podido dejar la dichosa prenda en cualquier rincón de mi casa. Pero no en la biblioteca, pieza a la que, ya lo he dicho, sólo tengo acceso yo porque allí conservo, atesoro y mimo obras de gran valor sentimental para mí. Libros heredados de mi padre, algún que otro regalado por un amor de juventud y, sobre todo una pistola Walter P 38 que mi padre heredó de mi abuelo, divisionista en la División Azul y que yo conservo en perfecto estado por razones sentimentales, que no políticas. En mi biblioteca solo entro yo y punto.



Unos bóxer, que míos no eran. Conozco mi ropa interior, lógicamente

 Envidio a los creyentes en la religión o la magia, porque ellos pueden explicarse lo inexplicable. Huérfano del consuelo de las dos sólo tengo la ciencia para dar algún sentido a lo que no lo tiene. En vano fatigué en los siguientes días los conocimientos de la física para intentar contarme a mí mismo, de modo más o menos razonable, el misterio de las brasileñas aparecidas. Opté por dejar la prenda donde la encontré seguro de que a César no le iba a importunar lo más mínimo e intentar olvidar el tema. Pero a los pocos días junto a la Walter encontré otra prenda. Unos bóxer, que míos no eran. Conozco mi ropa interior, lógicamente. Luego en la despensa una toalla de baño con el logo de un hotel, creo, escrito en letras cirílicas, unos calcetines de deporte de hombre en el cuarto de baño, dentro del armario dónde guardo los trebejos de afeitar. Y así hasta continuar con esa invasión o toma de mi casa por quintales de ropa, siempre sin usar, eso sí.

 Al principio la donaba al ropero de Cáritas, no por solidaridad, ni por acallar una conciencia de la que carezco, era más bien como modo de darle salida a la ropa invasora que tanto nos molesta a mí y a la chica que viene a limpiar. Pero ya no, ya se que es una lucha perdida y que sólo cabe resignarse a ser engullido por un pullover, estrangulado por un fular o sepultado por una avalancha de ropa de cama de invierno en cualquier noche, que al menos, espero que sea gélida.