El regreso del emigrante



No habrían de pasar muchos años para que el progreso y la mecanización cambiasen el paisaje de aquellos campos que Juan trabajaba.

 Es la una de la tarde y el sol cae a plomo sobre las desiertas calles del pueblo. En la misma puerta del bar de la carretera se ha detenido un coche, un potente y elegante todoterreno del que desciende un joven informalmente vestido. Con presteza abre la puerta delantera derecha y ayuda a bajar a un anciano algo encorvado y de pelo cano al que la artrosis dificulta echar los pies al suelo y le obliga a depender de un bastón para caminar.

 Recompuesta su figura tras el prolongado agarrotamiento, Juan (así se llama el anciano) echa una ojeada a los escasos parroquianos que, amparados del calor por el cañizo de la terraza, prolongan aún su partida de dominó antes de irse a casa. Pero no reconoce a nadie. Tampoco al camarero, que les ha servido una cerveza en la barra y que intenta satisfacer la curiosidad de los recién llegados desvelando sus raíces familiares.

 Alguna que otra vez compartió Juan una botella de vino en este mismo bar con sus amigos. Sobre todo, cuando estuvo ‘acomadao’ en Las Lomas y venía de vez en cuando a cambiarse de ropa y a ver a su madre.

 Y es que Juan pasó muchos años de su infancia y juventud en los cortijos. Su madre, viuda (“cosas de la guerra”, decía ella cuando salía el tema), a malas penas podía llevar a casa el pan de cada día con poco más para acompañar. Y eso que se pasaba horas y horas arrodillada a la orilla del río lavando la ropa de aquellos a quienes la fortuna les fue más favorable; o cosiendo, que para ello también tenía muy buenas manos.

 Fue en el cortijo de los García. Su madre había ido, como tantas veces, a echar un día de costura. Y Juan, como tantas veces también, la acompañaba.
 
 - ¿No habría en el pueblo algún chiquillo que pudiera venirse a guardar los marranos? –preguntó el dueño, mientras, sentados todos alrededor de una gran sartén de patatas fritas con morcilla, iban y venían con el tenedor en una mano y el pan en la otra.
 
 Y, tras un breve intercambio de opiniones y pareceres y algunas lágrimas de María, su madre, Juan acompañó aquella misma tarde a Miguelillo, que, después de cuatro años de porquero, dejaba este oficio para dedicarse a trabajos más propios de mayores. Dos días más fueron suficientes para hacerse cargo él solo de la piara. Tenía ocho años.

 ¡Qué buenos recuerdos guarda de aquella época! ¡Y cuántas veces contaría a su nieto aquel percance, el único en ocho años, que tuvo con la marrana recién parida! Se empeñaba esta en irse para el cortijo en busca de sus pequeños; y Juan estaba empeñado en que no lo hiciera. Una certera pedrada en mal sitio cortó en seco la carrera del animal y sus hijos tuvieron que ser amamantados con biberón. Y, aunque el pobre niño pensó que aquí acababa su estancia en aquella casa, solo escuchó de boca del amo: “pero, hombre, ¿cómo has ‘estao’?”

 Dieciséis años había cumplido cuando ‘ascendió’ de categoría laboral. Dejó por fin aquel cortijo y aquel trabajo para el que ya se consideraba demasiado mayor y se colocó de mozo en Las Lomas. Allí se hizo un diestro gañán, un gran segador, un buen escardador… Allí acarreaba agua, limpiaba cuadras, hacía ramales para la siega… Y desde allí iba de vez en cuando al pueblo a cambiarse de ropa, a ver a su madre y a echar unos tragos con los amigos.

 No habrían de pasar muchos años para que el progreso y la mecanización cambiasen el paisaje de aquellos campos que Juan trabajaba. Las yuntas y arados fueron sustituidos por tractores; las hoces y trillos, por cosechadoras. Juan se encontró entonces fuera de lugar y un día volvió al pueblo. La emigración ya había comenzado su incesante sangría entre sus paisanos y amigos; y una tarde lluviosa del mes de mayo él y su madre cargaron sus pocas pertenencias en una furgoneta y emprendieron camino hacia Cataluña, donde un pariente ya les había preparado dos habitaciones alquiladas y trabajo en la construcción.

 A pesar de la artrosis, Juan ha querido hoy recorrer a pie las calles del pueblo. Pero ha podido comprobar que son muchas más de las que él dejó, aunque apenas se ve gente en ellas ni puertas abiertas. Se ha dirigido al barrio de su infancia y ha buscado su casa, pero su casa no está. Ocupando su solar y el contiguo, una moderna construcción desentona escandalosamente con las antiguas viviendas de puerta partida y pequeñas ventanas enrejadas. No es la única: fachadas de mármol o ladrillo visto ponen entre las viejas casitas su nota discordante y muestran a los pocos vecinos que allí moran el poder adquisitivo de sus nuevos dueños.

 Y a la salida del pueblo, las eras. Esas eras que en otros veranos fueron un hervidero de personas y de bestias y a las que él a veces se acercaba pidiendo con cara lastimera un paseo en el trillo. Un manto de hierba seca oculta el empedrado de las más afortunadas, mientras que en otras se alzan grises naves de cemento techadas con uralita.

 La visita a los viejos cortijos, escenario de sus inicios laborales, no es más alentadora. En lo que fue el gran cortijo de Las Lomas solo encuentra algunos muros en pie y la era cubierta de maleza. Al otro le costó reconocerlo; un blanco y majestuoso edificio se alzaba en su lugar y una valla metálica con un gran portón le cortó el paso. Por una placa de cerámica junto al camino pudo saber que aquel cortijo de su niñez, lugar de paso, descanso de caminantes y ajetreo incesante, era ahora un establecimiento hostelero.

 Nuevamente en la carretera, Juan volvió la vista atrás, sabiendo que contemplaba por última vez esta tierra que le vio nacer. Y una lágrima resbaló por su mejilla, mientras un nudo oprimía su garganta.

Santa Cruz del Comercio, julio de 2017
Luis Hinojosa Delgado