Pepe Mujica y la operación Ginevia

En agosto de 2021 aterricé en el aeropuerto de Carrasco, en Montevideo, capital del Uruguay, con la firme intención de estimular mi experiencia.

 Por aquel entonces el COVID azotaba un mundo que había perdido el norte y el olfato, y la realidad, con el hocico tapado con una mascarilla, parecía sacada de un libro de ficción. Allí, tras vivir unas semanas en una casa cerca del bulevar España, me tuve que mudar porque la olla donde tenía los garbanzos casi prende y por poco no arde la cocina, así que el dueño me invitó educadamente a irme.

 Mi nuevo hogar, y es que tuve una suerte tremenda, lo que confirmaba que había dejarse llevar por el fuego del destino, fue una habitación en la videoteca Parque Rodó. Suceso que terminó de estimularme para lanzarme a una novela que ya estaba preñando, pues el señor que la regentaba y que con el tiempo se convirtió en mi mejor amigo, Miguel de los Santos, era todo un personaje recién llegado a la senectud, un contador de historias excelente con un palique de primera división. Muchas veces yo le preguntaba por Pepe Mujica, el carismático líder, el revolucionario que se convirtió en presidente de Uruguay, el mismo que saltó a la esfera internacional por su vida auténtica y austera. Tanto me motivaba el viejo, su oratoria, su semántica del silencio, que me puse como objetivo poder llegar a conocerlo. Me persuadía su ritmo, que meditativo, seguía el viento del sentido común, la naturaleza de la razón que en la palabra tiene la semilla del argumento, o subía con una valoración la marea para ir a por la verdad a contracorriente, o el hecho de no tener pelos en la lengua y meterse en jaleos como cuando dijo del nuevo feminismo que «es bastante inútil, porque creo que el machismo es un hecho y que la agenda de la equiparación es inobjetable. Pero la estridencia termina jodiendo la propia causa de la mujer porque crea una antípoda quejosa», o respecto a la homo o bisexualidad «con su culo cada cual que haga lo que quiera, mientras no joda al otro. Existió toda la vida. Es más reaccionario el mundo moderno que el antiguo. El que lea la Ilíada con un poco de atención se va a dar cuenta de que Patroclo y Aquiles marchaban. No me jodás. Y Alcides era el marido de todas las mujeres y la mujer de todos los maridos», o sobre el desquite de la comunidad LGTB, «¡Pero me cago en Dios! Ahora quieren demostrarle a todo el mundo que somos gay. También hay una cosa de pasarse para el otro lado e ir por la revancha, en lugar de tomarlo como algo natural». Pero lamentablemente no pude visitarlo, la cosa fracasó porque el anciano por el tema del virus no recibía a nadie. El año pasado, sin embargo, cuando lo daba por perdido, recibí la noticia de mi amigo Alam, productor de eventos de música electrónica, de que me había conseguido la entrevista. Así que decidí fundir mis ahorros y reunir lo que me faltaba para volver a Uruguay. Intentando expandir la marca Comarca de Alhama propuse a Ubiña un simbólico patrocinio del Ayuntamiento, pero el alcalde me dijo que no, a la Cooperativa de los Tajos, pero su presi, Antonio Guerrero, mi entrañable antiguo profe de lengua y literatura, me dijo que lo había intentado pero que no, y por el aire voló la ayuda como un pájaro, y como se me volaban en aquellos tiempos sus sobresalientes. Así con todos los negocios que intenté a excepción de Ginevia, la empresa de mi íntimo amigo Alberto Cortés “Chaquetillas”, que no me dio un duro, pero me regaló una jartá ginebra y un gran abrazo, algo es algo, porque ahora por lo menos caminaba verde que te quiero verde. Así que viajé de nuevo a Montevideo bastante ilusionado con unas botellas de esperanza verde en la maleta, almendras y aceite de oliva de mi cortijo, y un poema escrito en una ventanilla de madera, todo para regalárselo a Mujica. El partido empezó con un gol en contra, minuto cinco de partido, porque los de Iberia me habían extraviado las valijas de viaje, «me cago en tó sus muertos a caballo» le dije al taxista que me llevaba a casa de mi amigo Alam, y que resultó ser el padre de Recoba, el mítico jugador del Inter de Milán, y que por lo menos, gracias a él, me dejaron rastrear las maletas que había acumuladas en una habitación del aeropuerto por si andaban ahí. Pero nada, mis primeros tres días en Montevideo pasaron con los mismos pantalones, camiseta y calzoncillos, pero eso era lo de menos, lo peor era que mis obsequios no iban a estar para la cita con el Pepe. Al fin llegó la maleta de mano, algo es, la que tenía el poema y un par de gayumbos Rocho, pero nada de la Ginevia.

 La entrevista fue muy bien, al Pepe hay que entrarle por sus temas fetiches para darle coba: «¿Estamos a tiempo de salvar el mundo? ¿Cuál sería la hoja de ruta?», y luego ya vas metiéndole por tu vereda. Estaba lloviendo, un clima que generaba un ambiente perfecto para una charla profunda. Por la sequía que azota también allí, creyendo que era buena noticia, cuando lo vi aparecer de lejos le dije «Pepe, traigo la bendición del agua», y él me respondió, «me cago en Dios que se me ha mojado la alfalfa». El Pepe está quemado de hacer entrevistas, a sus 88 años sigue al pie del cañón y dando trabajo a unos cuantos ineptos que lo rodean. De modo que, aunque empecé con mal pie, porque encima, cuando vio los focos y las cámaras del equipo que contraté, al entrar a la casa – yo estaba fuera aún – los echó a todos a patadas, y por eso hicimos finalmente la entrevista en el exterior, «me ponen enfermo las cámaras» me dijo luego. Sentí que Mujica primero esbozó mi picaresca, y cuando le dije que, si hacía falta echarle un cable con la labranza, señaló mis manos, y en una imagen parecida a La creación de Adan de Miguel Ángel, me dijo acusándome: «¡vamos, no me jodás, no creas que soy bobo!», al percatarse de que no soy un habitual de la vara y el olivo; e intelectualmente cuando con el paso de los minutos y las preguntas, lo estimulas y se relaja haciéndote cómplice, brindando respuestas geniales. Yo, muy cuco, había indagado en sus referentes y construí un guión en el que me lo llevaba a su juventud a través del poeta de la Generación del 27 José Bergamín, que emigró a Montevideo con la dictadura, y al que Mujica conoció cuando iba de oyente a sus clases en la Facultad de Humanidades. También, sabiendo que Machado era de sus preferidos, le entré con varias preguntas del libro del alter ego del sevillano, el profesor apócrifo Juan de Mairena, tipo como: «Mairena decía que sospecha de los pensadores que están siempre seguros, porque si están siempre seguros no son auténticos pensadores, sino oradores, retóricos. Todo el mundo espera la respuesta de Mujica, pero el Pepe ¿es solo un hombre de respuestas o lleva por bandera el cisne de la interrogación?». Al final le entregué el poema, recitó el mío y otros de Machado y Bergamín, todo a pedir de boca. Ya sin las cámaras, fumando un cigarrito sin que su mujer se enterara, mientras le enseñaba varias fotos de Alhama de Jorge Velasco, le conté que tenía pensado traerle una ginebra de mi pueblo hecha con hoja de estevia, pero que los desgraciados de la aerolínea me la habían liado, y cuando se lo dije movió un poco la cabeza, y tras un silencio me dijo, «mirá, qué interesante. Pasate cuando venga, sin problema, pero ya sin cámaras, ¿eh?», me advirtió levantando la mano como si fuera una premonición.

 
 La operación Ginevia, a pesar de los problemas de la misión, estaba encaminada. Al fin, cinco días después, llegó la puñetera maleta donde venía el elixir verde y organicé la visita. En esta ocasión, ya que ahora íbamos en plan informal, invité a mis amigos Alam y Khun, que los conocí cuando Miguel Bastida vino a pinchar a Montevideo, y a una antigua novia de la época en la que residí en la ciudad. Era una prostituta que conocí cuando entrevistaba a lozanas para mi novela y que me vino canelita en rama, pues me ayudó mucho en la investigación y encima no me cobraba. Tokio era su nombre de puta porque era más comercial, me dijo cuando la conocí, pero se llamaba Valeria. En Uruguay existe un régimen legal de trabajadores sexuales y tenía, incluso, su carnet de meretriz. Valeria era un bombón de veinticinco años, esbelta, de caderas pequeñas y juguetonas. Su culillo respingón era muy redondillo, como la bola del mundo que emanaba una luz anaranjada y que supongo que sigue teniendo en la esquina su habitación. El carácter de Tokio oscilaba entre los registros de cariñosa y arisca, como las lumis de verdad, no como Sonia, la ramera de Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski, que es una prostituta de obra literaria del siglo XIX, una mujer tímida, cándida, débil, ingenua, fácilmente dominable por los hombres por la docilidad con la que caía seducida por cualquiera, que, en realidad, dicho sea, es una recreación del imaginario masculino de la época que nada tiene que ver con la realidad. Tokio sí era real, y a pesar de vivir una infancia complicada, tiene en su ser un caparazón que aún la protege de envilecerse, transitando por la vida como si el mundo no la hubiera tratado mal y los días fueran fastos. Salada y traviesa, «Araujo es grande, pero la tiene ridícula, pero peor es Suárez, que se corre al minuto», me contó hace unos años y me quedé pensando, «la polla que los hizo, vaya con el par de mataos». Nuestra expedición partió, y cerca de la chacra de Mujica dejamos el coche. Llevábamos una nevera con hielo, vasos de cristal, limones, lima, hierbabuena y distintos refrescos para la Ginevia. «¿Se le pondrá dura al Pepe?», preguntaba con maldad Tokio, a lo que yo le decía que no fuera tan descarada. Cuando nos la prometíamos felices, como pasa algunas veces en la fase de ejecución de las misiones, la cosa se torció. En la caseta de los pagafantas de seguridad, que ni siquiera vestían como mediasplacas profesionales, sino como gandules pulgosos, nos dicen que, aunque Mujica nos hubiera invitado no nos dejaban pasar. Y se reían orgullosos y cómplices. Traté de persuadirlos, «venga, nos os encabronéis, que vamos a probar una ginebra número uno mundial». Y la idea la vieron con buenos ojos. Preparamos unos cócteles y empezamos a beber. Había cinco tipos, y niño, empinaban el codo como si no hubieran bebido nunca, «verás tú los desgraciados estos si no se beben toda la ginebra», me decía a mí mismo. La cosa es que, en vez de aumentar el buen rollo, me daba la sensación de que estaban abusando de nosotros, usaban palabras despectivas para referirse a mí, sobre todo por el tono. Y los veía cada vez más empoderados, más chulescos. Y cuando les dije que avisaran a Mujica de que yo estaba allí, dos de ellos, los más pimpollos, los que me miraban venenosamente, me dijeron que no íbamos a pasar porque ellos así lo habían dispuesto. En ese momento se me calentó el hocico y empecé a decirle «ahora entiendo por qué se dice que sois una raza inferior», comentario con el que Tokio me miró sorprendida, y el ambiente se volvió cada vez más hostil, al borde de una pajarraca que arrancó definitivamente cuando dije «vosotros sois hijos de las putas que enviábamos en barcos desde España», y cuando quise acordar Tokio me había cruzado la cara, «¡serás reputa! ¿Qué coño haces?», y empezó un revoloteo en el que mis amigos retrocedieron, pasando a la táctica de misiles aéreos de insultos, pero yo no pude evitar que me dieran un repaso, me pillaron por banda y terminaron por darme un tostoneo hostias, como diría Eduardo Correa, en el que me hicieron sémola. Tal fue el lío, que Pepe Mujica acabó llegando, y como con la aparición de un Dios, todo se calmó. Pepe los reprimió, les echó una buena regañina y yo entonces empecé a verme ganador, pero nada más lejos de la realidad porque fruto de la ira que tenía aún dentro, con un ojo hinchado y magullado como un perro abandonado, y porque ya el viejo me la traía sin cuidado, mi pico caliente le dijo al Pepe: «los mierdas estos no sirven ni para recoger estiércol, ahora entiendo la razón de tu fracaso final, te rodeaste de ineptos», «y tú», dije ahora girándome a uno que había detrás de mí, «aprende a leer y a escribir, ¡analfabeto!», y justo en ese momento, no me lo esperaba, Mujica me aventó un bofetón* con su mano dura de campo con la que llegué casi al aeropuerto. Se cumplió la premonición. Un par de días después, cuando el avión levantaba el vuelo y ascendíamos al cielo, me dije: «La polla que me hizo».
 
 
• Recuerdo que fue parecida a la guantada, en paz descanse, que Mariano Coque me intentó soltar merecidamente cuando yo era adolescente frente al portón azulado del campo fútbol, pero que por fortuna vi venir y esquivé.