Tal vez el pecado no esté en lo que ven los ojos y escuchan los oídos, sino en cómo lo escuchan y lo ven.
Si hay un vocablo en nuestro idioma, una palabra más absolutamente versátil, flexible, universal, contradictoria y groseramente malsonante, ésta es sin lugar a dudas, la palabra “polla”, ya sea en singular o en plural. Versátil, porque nos sirve igual, para un “fregado que para un barrido”; flexible, porque se presta tanto para expresar rechazo como para manifestar acuerdo; universal porque sus expresiones forman parte del léxico más coloquial y popular, desde Gerona a Huelva o desde La Coruña a Almería, pasando por Madrid.
Pero hoy queremos seguir insistiendo en la etimología de la palabra y su distintos usos, para resituarla mejor y quizás entonces, no nos resulte ni tan grosera y malsonante ni tan ambigua y flexible. Para empezar, y sólo aún desde la definición de la Real Academia de la Lengua, el vocablo “polla”, tiene dos variantes: polla con dos eles, que define la RAE como como gallina joven, pene masculino o mozita joven y “poya” con “y griega”, que según RAE, es el trozo de masa de pan que cobraba el dueño del horno por cocer el pan de los vecinos.. Cómo vemos, todo normal, sin groserias ni malsonantes palabrotas, aunque podamos decir que pertenecen a un lenguaje un tanto coloquial y vulgar. El lío de interpretación y de malentendidos llega, cuando lanzamos expresiones de una u otra “polla”, como: ¡eso es pollas en vinagre!, “¡la polla del tio!”, “¡es la polla!” para referirnos a la “polla” de dos eles, que será un escándalo de grosería si atendemos a una acepción muy popular en las redes, que define polla como que: el pene se llama polla, porque al igual que una gallina joven y clueca, está encima de los huevos. Con lo que todas las expresiones que lleven “polla” incluida, serían simples groserías malsonantes. Aunque desde ya, podemos decir que está acepción , es una mera invención de “las redes”, puesto que polla se refiere a una gallina tan joven, que ni siquiera pone huevos. Por eso yo he preferido seguir profundizando y me encuentro que es más lógico que “polla”, incluido pene como veremos, por su forma, puede venir del latín “pulla” cabeza y parte del tallo tierno de ciertos vegetales (pimpollo, repimpollo o capullo, serían de la misma raíz etimológica).
En la Antigua Roma, era frecuente conservar tallos fresco de vegetales en vinagre, especialmente espárragos, cuyas cabezas, guardan un acusado parecido con un pene
En la Antigua Roma, era frecuente conservar tallos fresco de vegetales en vinagre, especialmente espárragos, cuyas cabezas, guardan un acusado parecido con un pene, (de ahí que éste tome el nombre de “polla”), a las que denominaban como “pullas” o “pollas en vinagre”, que significaban un bocado exquisito pero, pero de no muy alto contenido nutritivo, debido a lo insustancial de su inmadurez, por lo que la presencia de la exquisitez de “las pollas” ante un hambriento comensal o un rudo legionario en ayunas, a veces provocaba el irónico y avinagrado comentarios de: “¡esto son pollas en vinagre!”, referido a lo inapropiado para su voraz apetito, de un artículo que podía ser una verdadera “delicatessen”, pero poco nutritivo.
Pulla también tiene en RAE la acepción de dardo, crítica, frase injuriosa e irónica, dicha contra alguien con ánimo de humillarlo. Cuando está “pulla” se lanza con más mala intención, de forma ácida y avinagrada, también puede suponer una candidata a competir como origen del dicho: “¡eso son pollas en vinagre!”, como sostienen algunas fuentes. Pero como vemos, ninguna acepción ni raíz etimológica apunta o define “las pollas”, como una grosería malsonante y soez. ¿De donde la persigue ese sanbenito?.
De todas formas, yo me quedo con nuestras dos pollas por antonomasia: “la poya” granaína y “la polla” jameña. La primera, con “y” pertenece al ámbito de las panaderías, mejor dicho de los hornos públicos en Granada y no era más que la cantidad de masa que cobraba el dueño del horno por la cocción del pan. Con las poyas cobradas, el hornero elaboraba un número determinado de panes, que luego vendía y en eso consistía su ganancia.
un hornero grande, simplón, gordo y bonachón, de los que “pisaba un gato y no se le veía ni el rabo
Cuentan las crónicas, que había en Granada (otras señalan que era en Jaén) un hornero grande, simplón, gordo y bonachón, de los que “pisaba un gato y no se le veía ni el rabo”, del que abusaban cada día las pícaras clientas en el pago de la “poya” por horneo, hasta que un día Manuel se dispuso a cortar el abuso de raiz, diciendo que desde ese momento, “la única “poya” para todas las mujeres, sería la suya”. Él tomaría con su mano, el trozo de masa a cada clienta, de manera que la misma “poya” fuera igual para todas las clientas. Pero claro, Manuel tenía una mano tan enorme, que empezaron a llegarle quejas por todas partes y así una buena mañana, le llegó una joven de armas tomar que le espetó a la cara: -”¡Manuel, es que dicen las mujeres, que usted tiene la poya más gorda de to’ Graná!” Y como dije antes, ¿alguien con espíritu limpio ha visto en este suceso algo de soez, grosero o malsonante?.
Y de la otra “polla” más íntimamente nuestra, la de Alhama, extensible también a todo el antiguo reino de Granada, es cierto que es un recurrente vocablo que la gente corriente, más que nada, los hombres de la zona, andan con él todo el día metido en la boca: “¡digo, la polla el tío!”; “¡que no, ni pollas!”; “¡tiene pollas la cosa!”; “¡anda, la polla!“, “¡eso son pollas!” y así hasta el infinito, pero hay que entender que son dichas como un latiguillo o frase hecha, ingenua y cariñosamente expresado, sin maldad alguna. Pasa con esto, como con los ancestrales “polvos de las eras”, que nos contaba hace muchos años una vieja militante republicana, hablando de las relaciones sexuales de la juventud, en tiempos muy pretéritos, que las recordaba así: -”es que ahora hay mucha maldad y mucho morbo en estos asuntos. Antes éramos mucho más sanos y naturales. Nos juntábamos al atardecer, los muchachos y muchachas de la “conca”, a jugar en la parva de la era y luego al anochecer, echábamos unos polvos maravillosos y espectaculares, pero sin maldad ni morbo como ahora. Y nunca pasó nada. Y la escuchábamos sorprendidos y maravillados, aquellos a los que nos tocó ser jóvenes en los tristes y mojigatos años de la España del nacional - catolicismo, donde, desde la escuela nos mantenían separados a los niños y las niñas y luego, de jóvenes nos convencían de que hasta bailar “agarraos” era causa de condenación eterna en el infierno. Sin comentarios.
Y es que en estos casos, parece que sea cierto aquello de que “el hábito hace al monje”, y si los hombres de la zona tienen el hábito natural de usar el vocablo “polla”, para cualquier cosa que se les viene a la boca, sin contenido procaz alguno, ¿por qué ha de ser una grosería soez y malsonante si no existe esa intencionalidad peyorativa de lo obsceno o retorcido? Cómo máximo ahí, habría que reconocer un vulgarismo coloquial reiterado.
Manuel, un jameño cortijero de los años sesenta, a cuya hija llevaba a diario a la escuela, montada en el mulo
Quiero ejemplificar estas suertes, para cerrar esta reflexión o debate con el caso verídico de Manuel, un jameño cortijero de los años sesenta, a cuya hija llevaba a diario a la escuela, montada en el mulo, desde una distancia considerable a la que estaba situado el cortijo y que con el ajetreo, el calor en aumento por la proximidad del verano y el permanente roce de “ “los bajos” de la muchacha con el lomo del mulo, le provocaron unas tremendas escoceduras en la entrepierna, que le dejaron el culito en carne viva y con un insoportable dolor, por lo que nuestro hombre decidió acudir de urgencia a la consulta del médico del pueblo, que lo recibió afablemente: -”!hola Manuel!, ¿qué te trae por aquí?”. “¡Pues na’, don José, que mire usted como se le ha puesto el culo a la niña, con la polla el mulo!”. Don José, nuevo en la plaza y desconocedor todavía de “los usos y costumbres” del pueblo, se alarmó preocupado. Cuando se aclaró el origen de la dolencia de la niña, al médico se le veía la campanilla del ataque de risa, mientras recetaba unas cremas y pomadas, como remedio. ¿Alguien en su sano juicio podría pensar que el bueno de Manuel desbarraba, lanzando palabrotas soeces, groseras y obscenas?
Y es que tal vez el pecado no esté en lo que ven los ojos y escuchan los oídos, sino en cómo lo escuchan y lo ven.
Juanmiguel. Zafarraya.