La vida sencilla de Thea

 
 
 Tras recorrer medio mundo, Thea y su marido David decidieron quedarse a vivir para siempre en un pueblecito de la sierra almijareña.
 
 A Thea le gusta mucho su casa de Frigiliana, pero su rincón preferido es, desde luego, la terraza. Se trata de un alegre mirador sombreado con cañizo y bordeado de macetas, abierto a un hermoso paisaje de montañas, campos de cultivo, casas blancas y al fondo, no muy lejos, el mar Mediterráneo. Gracias al suave microclima de la Axarquía, durante todo el año se está bien allí. Cuando dispone de tiempo libre, Thea disfruta sentándose en uno de los sillones con un libro entre las manos -casi siempre en compañía de Shiva, el gato errante que un buen día decidió quedarse a vivir en su casa-, aunque reconoce que a menudo la distrae de su lectura la belleza del paisaje que la rodea. Entonces deja el libro sobre la mesa, se quita las gafas y deja vagar su mirada más allá del murete de ladrillo, mientras su espíritu se pierde en aquellas vistas casi infinitas.
 
 
 Ese panorama, aunque muy familiar para ella al cabo de tantos años, no deja nunca de sorprenderla. Como persona nacida en el norte de Europa, Thea aprecia enormemente las cálidas temperaturas, pero sobre todo le gusta la increíble calidad de la luz, blanca y brillante, que lo inunda todo al margen de la estación de año, pues en su pueblo casi siempre brilla el sol. El típico aire andaluz que se respira en Frigiliana, cuyas calles empedradas y casas encaladas con esmero representan la Andalucía más auténtica, es lo que a ella y a su marido les enamoró hace ya casi cuarenta años. Un momento… ¿casi cuarenta años? No, hace más tiempo… sí, ahora recuerda:  se mudaron allí en el año 1971. Apenas sin darse cuenta, ahora ambos se sienten parte de Frigiliana, más de allí que de ningún otro lugar; el pueblo donde todos los vecinos los conocen y ellos conocen a casi todos. ¡Pues sí que ha pasado tiempo, quién lo diría…! Tanto, que ya no se imagina viviendo en otro sitio.
 
 Theodora Wilhelmina Maria Braam y su marido, el periodista y escritor británico David Baird descubrieron Frigiliana casi por casualidad, durante unas vacaciones. Thea es, como ella dice,  de origen neerlandés -es decir, originaria de los Países Bajos- y de su niñez recuerda sobre todo los llanos y verdes paisajes de su país natal, los cielos grises, el ambiente húmedo y las acogedoras casas de madera. Pero también le viene a la mente, casi sin quererlo, el recuerdo terrible de la ocupación nazi durante la Segunda Guerra Mundial , que durante cinco dolorosos años -de 1940 a 1945- sumió a sus habitantes en la desolación más absoluta. Thea rememora como si fuese ayer el sonido de los aviones bombarderos sobrevolando su ciudad, y el paso de los camiones y las tropas invasoras marchando en perfecta formación por delante de su ventana, mientras los soldados alemanes entonaban triunfantes himnos militares. Recuerda también cómo se escondían todos donde podían, temblando de miedo y a toda prisa, allí donde eran sorprendidos cuando sonaban las alarmas antiaéreas y las bombas  empezaban a caer del cielo arrasándolo todo al paso, incluso su propia casa, de la que sólo quedaron unas ruinas humeantes…
 
                     
La casa familiar, donde Thea vivía con sus padres y hermanos, quedó reducida a
escombros tras el paso de los bombarderos. Archivo de David y Thea Baird
 
 Afortunadamente, la contienda terminó y con el tiempo Europa volvió a la normalidad.  Thea se hizo mayor y estudió Magisterio, pues la muchacha tenía una habilidad especial para el trato con los niños. Durante un tiempo trabajó como maestra en su ciudad, pero pronto le surgió una oportunidad de volar lejos y ella, deseosa de conocer otros lugares, decidió aceptar ese reto. En el año 1961, cuando contaba veintiséis años, dejaba su país -aún no imaginaba que se marchaba para siempre- para irse a trabajar como maestra a Canadá, al otro lado del mundo. Allí conoció la grandiosidad y belleza de los paisajes canadienses, la nieve y el frío de verdad, pero también el sol radiante y el cielo alto y profundamente azul; allí aprendió que las distancias podían ser muy largas -tanto como para tener que hacer treinta kilómetros en coche si quería ir a tomar un simple café- y que los paisajes no solo eran llanos y verdes como los de su tierra natal, sino también increíblemente altos y escarpados, con montañas eternamente cubiertas de nieve. Pero sobre todo, allí fue donde, en el año 1962, Thea conoció a David.
 
 David Baird era por aquel entonces un joven periodista británico que trabajaba para un periódico de Ottawa. Durante un tiempo los dos amigos residieron en la misma ciudad, pero el intenso afán que ambos sentían por recorrer el mundo y conocer otros lugares les llevó, en los años siguientes, a viajar por separado, dados los intereses de cada uno en aquel momento. Mientras David aprendía español en México, Thea trabajó en California; cuando David marchó a París para estudiar francés, ella decidió hacer lo mismo y allí volvieron a coincidir los dos. Al poco tiempo decidieron marcharse a Inglaterra, ya juntos y resueltos a no separarse más, y un nublado día de noviembre de 1964 se casaron.
 
Thea y David estaban acostumbrados a viajar en barco largas distancias. Archivo de David y Thea Baird
 
 Vivieron unos meses en Manchester, pero allí no eran felices. No conseguían acostumbrarse al clima húmedo y al ambiente gris de esa ciudad, así que aprovechando que David tenía una hermana residente en Australia, tomaron un barco que los llevó, atravesando de nuevo medio mundo, a la soleada y alegre ciudad  de Sidney. Allí se instalaron durante dos años, en los que disfrutaron plenamente de aquel lugar, tan distinto, tras los cuales -y ya puestos a seguir cambiando- se animaron a probar suerte en el Lejano Oriente. Encontraron trabajo en la antigua colonia inglesa de Hong Kong, donde permanecieron otros tres años. Fue entonces,  aprovechando unas largas vacaciones de invierno, cuando decidieron viajar al sur de España y explorar un pequeño y bonito pueblo andaluz del que habían oído hablar muy bien. Thea y David tomaron el barco una vez más para dirigirse hacia el que sería su destino final, si bien ellos aún ni lo imaginaban.
 
 El ocho de diciembre de 1966 atracaron en el puerto de Málaga y desde allí viajaron en   autobús al entonces sencillo pueblecito de pescadores de Nerja.  Aquel fue un amor a primera vista, pues todo lo que vieron les enamoró al instante: la intensidad y blancura de la luz, el azul del mar, las suaves temperaturas en pleno invierno, el tipismo del lugar, la deliciosa comida, los precios asequibles y la acogedora calidez de la gente. Durante los tres meses siguientes recorrieron los alrededores de Nerja con curiosidad e interés: Granada, Tánger, Málaga, la Axarquía y otras comarcas andaluzas, y por supuesto, las playas y las estribaciones de aquel verde macizo montañoso, agreste como si fuese un Himalaya en miniatura, que era la sierra de la Almijara. Terminadas sus vacaciones tuvieron que volver a casa, pero ya había arraigado en sus corazones una idea que no tendría vuelta atrás y los cambiaría para siempre.
 
 El matrimonio llevaba años viajando de un lado a otro, residiendo en distintos países y adaptándose a diferentes culturas y costumbres. Y aunque hasta entonces les habían gustado  los cambios,  de pronto sintieron la necesidad de encontrar un lugar donde establecerse definitivamente, lejos del ajetreo de las grandes ciudades; querían tener un sitio donde guardar las maletas, cerrar la puerta y dejar el mundo al otro lado. Por eso, a la vuelta de  cinco años -en el año 1971- la nostalgia del Mediterráneo que ambos sentían pudo sobre todo lo demás, y volvieron a Andalucía con la intención de quedarse a vivir aquí. Como encontraron  Nerja muy cambiada por el creciente turismo de la Costa del Sol, decidieron buscar su residencia en el vecino pueblecito almijareño de Frigiliana.
                        
Llegando a Frigiliana desde Nerja
 
 No tardaron mucho en localizar una sencilla casita en el Barrio Alto que se ajustaba a sus necesidades y a su presupuesto. No se encontraba en muy buen estado; era pequeña y tenía, como casi todas las construcciones de la zona, gruesos muros encalados; apenas contaba con puertas y ventanas, y una habitación conducía directamente a la siguiente -carecía de puertas interiores, detalle que les llamó mucho la atención-. El tejado necesitaba una reparación urgente, las vigas del techo estaban carcomidas y los escalones interiores eran incómodos y peligrosamente irregulares. El "cuarto de baño" estaba situado en las antiguas cabrerizas, y consistía en un diminuto recinto en el que se había cavado un simple agujero en el suelo. La casita tenía un huerto muy descuidado en el que, entre maleza, crecían una parra y una higuera. Pero fue la panorámica del pueblo y sus alrededores desde aquel lugar lo que  terminó de convencerlos. Delante de sus ojos, atónitos ante tanta belleza, descendían escalonadamente las demás casas de Frigiliana; más allá se veían los verdes campos de labor coronados por las cumbres rocosas de la Almijara y, para completar el cuadro, el azul intenso del mar, que daba la impresión de fundirse con el cielo en todos los puntos del horizonte. Thea y David  se miraron: sí, aquel lugar era exactamente el retiro que habían imaginado.
 
 
 Una vez instalados en su nueva casa, ambos se incorporaron con gusto a la vida cotidiana del pueblo, como unos vecinos más. No les costó ningún trabajo adaptarse al sencillo  modo de vida frigilianense, pues estaban habituados a cambiar de vivienda, cultura y ambiente. Del mismo modo los lugareños, aunque al principio no comprendían qué había llevado a aquellos dos forasteros a querer vivir entre ellos, pronto se acostumbraron  también a su presencia y al interés que ambos mostraban por aprender el idioma y las costumbres de su lugar -Thea y David fueron de los primeros extranjeros en afincarse en el pueblo- . Es cierto que al principio a los dos les sorprendió que un lugar tan cercano a la cosmopolita Costa del Sol conservase tan arraigadas ciertas costumbres que a ellos les parecieron arcaicas, pero desde luego, tenían que reconocer que todo aquello formaba parte del encanto de su nuevo hogar.
 
Las calles de Frigiliana han sabido conservar el encanto de otros tiempos
 
 No imaginaban que se familiarizarían tan rápidamente con costumbres tan inusuales para ellos como  despertarse por las mañanas con el sonido de los cascos de los mulos, que golpeaban contra el empedrado de la calle mientras iban camino del campo, o con los balidos de las cabras, que todos los días pasaban por delante de la misma puerta de su casa. Todo les resultaba  interesante: los panaderos que acercaban las hogazas de pan recién hecho hasta las casas, en grandes serones que cargaban sobre sus mulillas; las vendedoras de pescado que portaban sus capachos llenos de pulpos y sardinas fresquísimas; los pastores que bajaban puntualmente de la sierra para vender leche, quesos y  requesones; los labradores de los cortijos cercanos al pueblo, que bajaban con sus canastos de frutas y verduras; el afilador que acarreaba su bicicleta de hierro precedido por el inconfundible sonido de aquella flauta tan peculiar… cada cual pregonaba alegremente su mercancía en plazas y calles, convirtiendo las mañanas del pueblo en un bullicioso ajetreo de gente yendo y viniendo alegremente, que se escuchaba por todas partes.
 
 
 Thea y David -al principio con la curiosidad de simples espectadores, y luego con verdadero interés y participando activamente, como sus otros vecinos- asistían a las fiestas típicas del pueblo y aprendían ritos y costumbres centenarias que hasta entonces habían sido un misterio para ellos como los cencerrazos, las matanzas, las procesiones y las romerías. En su afán por integrarse en el modo de vida de su pueblo de adopción, se esforzaron por entender y hablar el castellano con el marcado acento local de sus vecinos, y asumieron algunas de sus costumbres como nuevos horarios, nuevas recetas de cocina y nuevas tareas como cultivar su propia huerta de frutas y verduras, entre otras. Incluso heredaron el apodo de los anteriores dueños de su casa: ahora eran también conocidos como "los de la carrería". El día que Thea y David supieron que poseían un apodo, tuvieron la certeza de que, definitivamente, eran aceptados en la comunidad.
 
 A menudo recibían las visitas de familiares y amigos, que llegaban desde sus países de origen y que apenas comprendían el empeño de la joven pareja por vivir en un lugar tan a trasmano, lejos de costumbres más refinadas. Al preguntarles cuándo volverían a casa, los dos daban siempre la misma respuesta: "ya estamos en casa". Y así era, porque así lo sentían. Desde entonces, y salvo un  paréntesis de cuatro años en el que volvieron a Hong Kong por cuestiones de trabajo, Thea y David no han vuelto a vivir en otro sitio. Ambos continuaron con sus vidas, ya desde su casita del Barrio Alto, manteniendo sus respectivas actividades profesionales y sin perder el contacto con sus amigos y familiares, que tienen repartidos por todo el mundo. Pero, a la vez, disfrutando a manos llenas de las ventajas de la "simple life", la vida sencilla que tanto habían anhelado.
 
Thea en el huerto de su casa. Archivo de David y Thea Baird

 Fueron pasando los años, y con ellos, inevitablemente, llegó el progreso también a Frigiliana. La Costa del Sol estaba muy cerca, y estaba claro que un lugar tan pintoresco como aquel no iba a quedarse al margen del turismo, que poco a poco fue avanzando desde las zonas costeras hacia las montañas, en busca de la "España auténtica", no ya la de sol y playa. Aquel rústico pueblo de callecillas empedradas, casas encaladas y jardines recónditos se convirtió en un destino turístico más, y poco a poco la vida cotidiana de sus habitantes fue cambiando ante la lógica alegría de los lugareños, que veían en el turismo nuevas oportunidades de prosperidad y mejora de sus precarias economías domésticas. Las bestias de carga fueron sustituidas por motos y furgonetas, las cabras dejaron de pasar por las calles, los tejados de las casas se llenaron de antenas de televisión, y los vecinos del Barrio Alto, con los que Thea y David habían convivido pared con pared durante muchos años, fueron muriendo o mudándose a otras zonas del pueblo más cómodas y accesibles. Casi todos terminaron vendiendo sus casas a otros forasteros -como ellos lo habían sido una vez- que también buscaban lo que ellos mismos habían encontrado años atrás.

 En la calle de Thea quedan hoy solamente dos de sus antiguos vecinos; los demás son extranjeros venidos de todos los rincones del mundo: holandeses, franceses, ingleses, americanos, alemanes… ella suele decir que cuando se asoma a su terraza oye hablar en muchos idiomas distintos. Pero a pesar de lo mucho que ha cambiado su pueblo en los últimos tiempos, éste no ha dejado de ser su retiro dorado, del que ella y su marido continúan disfrutando como el primer día. Y no solamente del pueblo, sino también de las personas, de sus historias y del maravilloso entorno que supone la sierra de la Almijara, la cual han explorado en multitud de ocasiones. Conocedores de la importancia que en otros tiempos supuso ese macizo montañoso para las poblaciones que lo rodean, Thea y su marido han coronado muchas de sus cumbres más emblemáticas, como la Maroma, el Lucero y el Pico del Cielo, y han recorrido gran parte de los senderos que hay por allí. Amantes del aire libre y los espacios abiertos, también les gusta visitar siempre que pueden otras zonas de montaña, como Cazorla y Sierra Nevada.
 

En la Cascada de los Árboles Petrificados, de Río Verde. Archivo de David y Thea Baird
 
 A lo largo de todos estos años, Thea y David han visto evolucionar ya no sólo Frigiliana, sino todo el país. Vivieron junto a sus vecinos hechos históricos como la muerte de Franco, la coronación de Juan Carlos I y la transición española; participaron activamente en la vida social y cultural de su zona, han visto muchas cosas y conocido a muchas personas, unas que estaban de paso y otras que, al igual que ellos, decidieron establecerse allí. Incluso  han contribuido a dar a conocer el idioma, la comarca y su historia reciente a la comunidad extranjera afincada allí, a través de las guías de bolsillo sobre lengua y literatura publicadas por Thea -bajo su nombre de soltera, Thea Braam- y los libros de historia, relatos, guías de viaje y artículos periodísticos publicados por David Baird en distintos medios de todo el mundo.  Y aunque ambos conservan sus respectivas nacionalidades, se sienten tan frigilianenses -o "aguanosos"- como si hubiesen nacido en la casita en la que viven desde hace tantos años. 
 
David y Thea, de excursión por la Almijara. Archivo de David y Thea Baird
 
 Thea se pone la mano en la frente, a modo de visera para protegerse la vista de la intensa luz, y observa el panorama que se domina desde su soleada terraza. A pesar de haber cumplido ya los ochenta años, conserva una agilidad y una energía envidiables y continúa llevando una vida muy activa; su carácter abierto y acogedor, su alegre sonrisa y el brillo suave de sus ojos azules, además, evocan la niña intrépida que fue una vez. Su interesante vida, plena de vivencias, la ha llevado a recorrer medio mundo para terminar colgando su nido en una casita blanca del sur de Andalucía.
 
 Frigiliana no es ya el mismo sitio que descubrieron hace tantos años ella y David, es verdad. Ni ninguno de los demás pueblos del entorno de estas montañas; ni los turísticos del lado malagueño, ni los agrícolas del lado granadino: todos han cambiado en mayor o menor medida. Pero -como ellos dicen- afortunadamente, hay algunas cosas que permanecerán inmutables para siempre: las bellas y escarpadas siluetas de las cumbres almijareñas, y el  azul acerado del Mediterráneo, tan brillante a veces que hay que entrecerrar los ojos para poder mirarlo. Y sobre todo, el olor intenso de los jazmines y las damas de noche en los jardines, y del romero y la mejorana en flor en las montañas, que perfuman las noches serenas de la primavera en Tejeda, Almijara y Alhama.
 
Fotografía: José Luís Hidalgo.