María, la del Cortijo de Córzola

María Quirosa Navas se educó, como la mayoría de las mujeres de su tiempo, en la creencia de que las mejores cosas de la vida son para compartirlas, y ella convirtió esa creencia en su piedra de toque y propósito de vida.

 No hay vida que no alcance el amor redentor de una mujer generosa; su corazón no conoce límites. María Quirosa Navas se educó, como la mayoría de las féminas de su tiempo, en la creencia de que las mejores cosas de la vida –un plato rebosante de comida, el calor del fuego en invierno, una cama limpia tras un día de faena, un abrazo sincero en el momento preciso– son para compartirlas. Y ella convirtió esa creencia en su piedra de toque. María era natural de Jayena, pero todos la conocían como María la de Córzola porque los primeros pasos de su vida –y los que vinieron detrás– los dio en el cortijo de Córzola, en el término municipal de Jayena. Para todos fue María la de Córzola, sí; pero bien podría haber sido, del mismo modo, María la entregada, o María la compasiva, o María la fuerte, o María la labradora, o la cocinera, la costurera, la leñadora, la curandera, la anfitriona, la cuidadora y una porción de cosas más. Observarla era profundizar en el arte de las mujeres antiguas para realizar, de manera inconsciente, auténticos actos de magia práctica, convirtiendo en abundancia la escasez, en luz la oscuridad y en esperanza el desánimo, siempre callada y discreta, haciendo gala de una sabiduría vieja, heredada de las generaciones de mujeres rurales que la precedieron. 

 Nuestra historia arranca en esta vivienda, para la que el tiempo ha pasado, y no precisamente en balde. Estaba situada –continúa estándolo– en la calle Cuesta de San Antonio de la localidad de Jayena, en Granada. Es el lugar de nacimiento de nuestra protagonista, María Quirosa Navas, que fue la primera hija del matrimonio formado por Joaquín Quirosa Reyes y Concepción (Concha) Navas Ruiz; María vino al mundo el 25 de septiembre de 1914. Sobre su casa natal que, como vemos, sigue existiendo a día de hoy, han caído más de cien años desde la fecha que nos ocupa, pero a pesar de ello y de las modificaciones que se le han realizado en ese tiempo, básicamente el inmueble continúa siendo, en sí, harto reconocible. 

 Tenemos la fortuna de verla tal y como estaba pocos años antes de que nuestra amiga María naciese allí; esta oportunidad se la debemos a una mujer de origen francés, Martine Cruz, que es la mujer de Antonio, uno de los hijos de María. Martine cuenta así: 

 –Esta foto antigua, que es famosa porque hoy en día la tiene todo Jayena, la conseguí, por pura casualidad, en Barcelona. La cosa fue que un compañero mío del trabajo era coleccionista de postales antiguas y, al comentarle yo que mi marido era de Jayena, me dijo que tenía en sus archivos una postal antigua del pueblo de Antonio. Cuando la vi me gustó tanto que quise regalarle una copia enmarcada a mi marido para la Navidad de 1993, así que la llevé a un laboratorio de fotografía del mismo Barcelona. Allí la copiaron por las dos caras, delantera y trasera, se agrandó la imagen original porque era pequeña, y se hicieron varias copias, que ese mismo mes de diciembre de 1993 repartimos entre la familia. A partir de ese momento la postal se ha ido pasando de unos a otros y, con el correr de los años, ya la tiene todo el pueblo; en nuestra familia la han enmarcado y todo.– Martine es una mujer muy especial, educada, discreta e inteligente, que quiso mucho a su suegra, María, de la que guarda un respetuoso recuerdo. María, a su vez, consideró a Martine una hija más, de la que afirmaba que “siempre tenía muy buenas palabricas”.

 –Es interesante que se conozca el verdadero origen de esa foto, que lleva rodando por Jayena más de treinta años; que se sepa realmente cómo y de dónde salió, porque pasa el tiempo y, con la costumbre de verla, al final se nos olvida dónde empezó todo–, puntualiza sonriente Antonio, marido de Martine e hijo de la protagonista de nuestra historia; se trata de un hombre muy afable y sereno. Son las paradojas que tiene la vida: gracias a una persona llegada de muy lejos de Jayena –de una forastera–, hoy poseemos esa imagen tan ilustrativa de un tiempo que, para bien o para mal, ya no volverá.

 Pero retomemos la ilación de nuestro relato. Los padres de María ocupaban una de las viviendas que se encontraban en el interior de esa construcción principal, grande y cuadrada, a la que se accedía por un ancho zaguán sin portones, y que a su vez daba paso a un patio interior. Alrededor de ese patio abrían sus ventanas cuatro casitas de tamaño bastante reducido, donde habitaban otras tantas familias. Hogares humildes, para gentes humildes. Mas quiso la Providencia de los pobres que, poco tiempo después de nacer María, su padre consiguiera una cotizada plaza como guarda forestal jurado del cortijo de Córzola, que por entonces era propiedad de La Unión Resinera Española. Aquel golpe de suerte aseguraba a Joaquín y su familia, entre otras valiosas prebendas, el seguro de vida que suponían un sueldo fijo hasta la jubilación, un techo digno sobre las cabezas de todos y buenas tierras para cultivar, por no hablar de que el excelente emplazamiento del cortijo, que a ellos se les antojaba un rincón del paraíso –se levanta junto a un importante camino de arriería y en el cruce de los ríos Golondrinas y Almijara–,  sería un lugar inmejorable para criar a sus hijos. La familia, pues, cerró ipso facto su casa de Jayena y se mudó, con sus enseres y animalillos, a una de las tres casas del cortijo, construido en un bonito altozano a media ladera del paraje conocido como el Monte de Córzola, en el término municipal de Jayena. 

 Podría decirse que Joaquín y Concha vivieron los años más dichosos y sosegados de su vida en ese cortijo almijareño. Mucha faena, por supuesto, como implica la vida en el campo, pero pocas inquietudes, toda vez que el salario y el techo los tenían garantizados. Con el paso del tiempo y la estabilidad ganada, el matrimonio sumó a su familia hasta siete hijos más que, junto a la pequeña María, contaban ocho: María, Concha, Teresa, Pura, Pepa, Carmen, Manuel y Encarna. En aquella época el cortijo disponía sólo de sus edificaciones más antiguas: tres sólidas viviendas de buen tamaño que más tarde sufrieron varias reformas para acoger a más trabajadores –empleados todos de la Resinera– con sus familiares. La casa de Joaquín y Concha era, indudablemente, la mejor de las tres: hacía esquina junto al portón principal de entrada al cortijo y era bien amplia: contaba con suelos de cemento y empedrados, escaleras enlosadas, cocina con chimenea, alacenas de pared, varios dormitorios, corrales, pajar y… ¡oh fortuna, ventanas con cristales! Maravillosos, transparentes, límpidos y prácticos cristales, capaces de dejar pasar el paisaje y la luz a raudales, y a la vez impedir que el calor excesivo, el frío, la lluvia y las sempiternas moscas del campo se colasen al interior de las estancias. Las ventanas con cristales y postigos eran casi un lujo en aquella época, en que en la mayoría de casas-cortijo la luz entraba a los interiores a través de puertas que debían permanecer abiertas, ya fuese de par en par o divididas por su mitad. El doble portón de acceso común al cortijo se abría durante el día y se atrancaba a conciencia por las noches para proteger a los habitantes y, sobre todo, a su ganado –mayormente ovejas–, cuyos corrales se encontraban también dentro del recinto (una parte del muro de piedra seca de esos corrales, por cierto, se derrumbó parcialmente a causa de una gran nevada). Con el tiempo, las otras dos casas de la finca –porque la de los padres de María no se tocó– se modificaron y subdividieron, sacando de cada una de ellas varias habitaciones que se aprovecharon para alojar hasta a seis resineros con sus familias –cada unidad familiar se hacinaba en una habitación– durante los meses que duraba el resinado del pinar que rodeaba el cortijo. Para acceder a esos nuevos alojamientos se abrieron unas puertas en los muros que formaban la fachada trasera del cortijo original. De todas las reformas y el mantenimiento de las estructuras de Córzola se encargaba La Unión Resinera Española, como propietaria de todo aquello. Asimismo existía, un poco más abajo de la cortijada, una cabaña hecha de piedras y enramado en la que solía alojarse otro resinero con su mujer y sus hijos. Años más tarde y con el desuso, la cabaña desapareció. 

 ¿Qué se puede decir acerca de la vida en Córzola en aquellos tiempos? Pues que el cortijo y sus alrededores hervían de actividad; las viviendas todas estaban habitadas y una muchedumbre de chiquillos, hijos de los trabajadores, brincaba y llenaba el aire con la gloria de su algarabía todos los días, a todas horas y por todas partes. Junto a la familia de María vivían también la del otro guarda forestal de La Resinera –solían ser dos vigilantes por cortijo–, más los seis resineros con las suyas; a ellos había que añadir toda la gente que pasaba por allí, que en esa época era mucha. En total, hasta nueve familias completas llegaron a alojarse en Córzola, sumando la del resinero que ocupaba la choza del cortijo. También había que contar con los jornaleros, “abulagueros” y remasadores de resina que pasaban por allí, y se guarecían de noche en las cuadras y pajares. La cortijada, por demás, se encontraba en una zona de paso por la que viajeros y arrieros iban y venían y que, lógicamente, hacían sus paradas allí para descansar, comer e incluso llevar a cabo algún trueque o negocio.

 María y sus hermanos crecieron despreocupados allá en su retiro corzoleño, oreando cuerpo, mente y espíritu con la maravilla del aire fresco de la sierra almijareña. El cortijo se asemejaba a un diminuto reino de taifas casi autosuficiente, repleto de padres, madres, hijos, abuelos y animales domésticos, y rodeado por próvidas tierras de labor. En esa época los niños de Córzola no iban a la escuela –María y sus hermanos tampoco–: no les era posible bajar solos a Jayena y los padres, de ningún modo, podían faltar a sus tareas. Aunque era muy poco lo que necesitaban fuera de las lindes del Monte de Córzola, cada diez o quince días bajaban a Jayena por la vereda de Bocanina –dos horas se tardaba, a paso de caballería– para comprar de lo que hiciera falta y no dispusieran en el cortijo. La familia de María aprovechaba el viaje y bajaba con los dos mulos de la casa –se llamaban Voluntario y Torillo– cargados de sacos de trigo, que dejaban en el molino; a la vuelta subían con igual cantidad de sacos de harina, con la que harían pan y tortas en el horno del cortijo para unos cuantos días. Su padre mientras tanto, el confiable guarda Joaquín, se pasaba el día en el campo realizando tareas de vigilancia de la finca. ¡Y anda que no iba bien apañado el bueno de Joaquín! Los guardas de monte de La Resinera no vestían uniforme como tal, pero sí llevaban sombrero de ala y una ancha bandolera de cuero de la cual prendían la chapa metálica que los identificaba, además de una lustrosa cuerna o trompetilla, también de metal, que se colgaban al hombro, con la que podían comunicarse entre ellos, llamar la atención de quien fuera necesario y, en general, hacerse escuchar en las anchuras de la sierra.

 Las obligaciones de un guarda de monte incluían reconocer el territorio a diario y comprobar que todo estuviese en orden; que no hubiera peligro de incendio; que los leñadores llevasen encima el permiso pertinente para recoger leña seca, los esparteros para cortar esparto, los piñeros para recolectar piñas, los esencieros para segar tomillo, romero, enebro, alhucema y espliego… Y es que el monte entero, al igual que lo que producía –incluidas las mismas piedras– era propiedad de La Resinera, y sólo esa entidad sacaba provecho de sus recursos. Hasta los mismos guardas jurados necesitaban autorización para recoger leña para calentar sus casas y cocinar, o para cortar esparto para trenzar cuerdas. Montar caleras y hacer carbón tampoco estaba permitido en el Monte de Córzola sin el específico permiso por escrito, por no hablar de la caza y la pesca: ni una ni otra se consentían, con beneplácito o sin él; en los territorios de La Resinera solamente los accionistas y directivos de la empresa tenían derecho a cazar y pescar. Este tema fue siempre muy controvertido: había unos guardas jurados que tenían fama de no pasar ni una –lógico por otra parte, por la cuenta que les traía: era su trabajo–, del mismo modo que otros, bajo cuerda y con mil prevenciones porque era mucho lo que se jugaban, permitían a sus vecinos más pobreticos llevarse, muy a hurtadillas, hoy un haz de leña, mañana un saquillo de piñas y al otro unos manojos de esparto; o bien les dejaban rebuscar, cuando era su tiempo, setas, espárragos, negritos, collejas, achicorias, amapolas –sí, habéis leído bien: amapolas, porque cuando la gazuza aprieta todo se aprovecha– y cualquier cosa que fuera medio comestible. La Resinera, por su parte, denunciaba sin miramientos a todo aquel que no acataba la norma y sacaba beneficio de sus propiedades sin autorización, ya fuese rico, pobre, empleado suyo o de fuera; había que andar con cautela porque la sierra entera, tan poblada y transitada como estaba entonces, tenía muchos ojos. El trabajo de guarda de monte implicaba pasar el día expuesto a todas las inclemencias –ya cayeran del cielo hielo o fuego– y a vivir situaciones, con frecuencia, muy comprometidas. Pero más palos daba el hambre; la vida había que ganarla y sólo los ricos se la encontraban hecha, aunque sabía Dios cuáles serían sus penas, porque de ellas no escapaba nadie, y menos en esos tiempos.

 Los años volaron más que corrieron y María y sus hermanos se hicieron adultos sin darse cuenta. Ella, como la mayor de los hijos, había ayudado a la crianza y educación del resto apoyada por Mamateresa, la abuela materna, que la había cuidado a ella y la enseñó a mirar por sus hermanos, ya que Concha no podía acudir a todo. Mamateresa era una anciana cariñosa, perspicaz e intuitiva, con la que María creó unos lazos que durarían más allá de lo que la chica imaginaba. Con su ejemplo, la abuela la enseñó no sólo a sacar a los niños adelante sino además a llevar una casa por dentro y por fuera, ya que no había tarea en la que no se diera buena maña: limpiar, organizar, cocinar, coser, hacer patrones para ropa, cortar leña, lavar en el río, regar la huerta, hacer la matanza, cuidar las gallinas, los conejos, y los cerdos… en definitiva, la adiestró en todas las habilidades que necesitaba dominar una mujer rural completa. Y Mamateresa, mujer de otros tiempos y otra escuela, lo consiguió; vaya si lo consiguió. María se convirtió en una muchacha serena, juiciosa, capaz y, sobre todo, buena como la propia bondad. De carácter sobrio –que no severo–, no era ella muy dada a la risa, pero se divertía con las ocurrencias de sus hermanos y jamás componía malas caras o torceduras de gesto. No hablaba más de lo estrictamente necesario pero, eso sí: cuando daba su opinión, todos callaban para escucharla.

 En una de sus invariables bajadas a Jayena, María conoció a José. José de Cara Moles, forneño de nacimiento y criado en la Cueva Colica –mucho antes de la construcción de la casita–, era un muchacho tres años mayor que María, y tan bueno como ella; otro trozo de pan blanco. Su familia era de origen muy humilde; durante años y con ímprobo esfuerzo los padres habían conseguido sacar adelante a sus hijos en aquella cueva aislada y ahorrar una cantidad que les permitió adquirir una casa y unos terrenos en Jayena, donde se mudaron y donde el muchacho vivía cuando él y María se conocieron. Transcurrían en ese momento los últimos meses de la Guerra Civil, pero el entendimiento de María y José fue tal que, aunque los tiempos que corrían no eran precisamente los mejores, la pareja no quería esperar para unir sus destinos, por lo que pudiese pasar mañana. Eran tan parecidos en su modo de pensar que, a veces, hasta ellos mismos se sorprendían. Sin embargo eran bien distintos a la hora de actuar: José era de carácter más abierto que María, callada por naturaleza; a él le gustaba charlar con los amigos y hacer bromas pero, aparte de esto, en todo estaban de acuerdo. Por lo tanto y como no había más que hablar, María y José contrajeron nupcias en Jayena el 27 de marzo de 1939, pocos días antes del final oficial de la guerra, como si su boda fuera un feliz presagio de que lo malo estaba por concluir. María contaba 22 años y José 25. 

 El nuevo matrimonio se asentó, por vehemente deseo de María, en el cortijo de Córzola: ella no concebía, de ninguna manera, vivir en otro lugar. Su enlace había tenido lugar poco después de la jubilación de Joaquín como guarda de monte de La Resinera, por lo que María y José colgaron su nido en la misma casa que habían ocupado los padres de María, ahora vacía porque Joaquín y Concha se habían mudado a su casa de Jayena, más cómoda para ellos, que ya estaban mayores. María y José se instalaron pues en Córzola, pero el joven matrimonio no iba solo. Ella había recogido a un primito hermano suyo, de cinco años –Joaquín se llamaba–, que se había quedado desamparado: el padre estaba en la cárcel por pertenecer al bando republicano durante la contienda y la madre, desprovista del hombre de la casa, era incapaz de alimentar y vestir a seis hijos. Su pena de madre sin fortuna encontró eco en el corazón de María, que de por sí ya era grande, pero se agigantaba ante la necesidad ajena. María “adoptó” sin dudar al pequeño Joaquín: como a un hijo lo cobijó bajo su ala, y como a un hijo lo amó hasta el punto de que fue muchos años después cuando los hijos propios del matrimonio se enteraron del origen real de Joaquín, al que habían considerado como un hermano más: el mayor de ellos. (A su vez Concha, la madre de María, se había quedado con Diego, otro de los hijos de la familia caída en desgracia, y lo estaba criando en la casa de Jayena. Y es que una manzana nunca cae lejos del árbol que la produjo).

 A los diez meses exactos de su boda nació María, la primera hija de María y José. Joaquín se convirtió en el abuelo Papajoaquín, Concha se convirtió en la abuela Mamaconcha y José y María en un par de padres felices, deseosos de seguir aumentando la familia en su querido Córzola, donde no les faltaba de nada. Y es que José había firmado con La Resinera un contrato de arrendamiento de la casa y de las tierras del cortijo, y se había convertido en un labrador y ganadero al que le iba bien, con todos sus animales y tanto terreno disponible –y sobrado de agua– para cultivar. Territorios que hoy son puro monte y pinar constituían entonces feraces sembraderas, campos verdes y opulentos proveedores de abundantes cosechas, que tenían sus nombres propios: el Haza Grande, el Haza de las Golondrinas, el Pradillo Chico, el Pradillo Nuevo, el Mangón, los Huertos, el Bancal Redondo, el Prado Ministro, el Culatón, el Robledal, los Prados del Robledal…  nombres todos que, por desuso, muy pocos recuerdan ya. ¡Y menudas cosechas las de aquellos años! Grandes cantidades de maíz, trigo, cebada y otros cereales, lentejas, garbanzos, habichuelas y verdeo se recogían cada temporada; de todo se sembraba, y todo se daba bien. Los ríos Golondrinas y Almijara abastecían de agua más que de sobra a los campos, y pequeños manantiales surgían por todas partes. Ríos que no sólo aportaban agua para presillas y acequias, sino que además eran un inagotable reservorio de cangrejos y truchas, que desde lejos se veían saltar en pozas y chilancos. La mejor de todas aquellas fuentecillas era la Fuente del Chinar: manaba por encima del cauce del Arroyo Almijara, junto a la unión de los ríos Golondrinas y Almijara –origen del río Bacal–, y se accedía a ella por una veredilla que se conserva todavía. Sus aguas, riquísimas, nacidas de lo más profundo del suelo almijareño, se caracterizaban porque mantenían una temperatura casi constante durante todo el año: en verano eran frescas y en invierno no demasiado frías. 

 José era, además de labrador, un ganadero de éxito que consiguió reunir una buena porción de vacas, ovejas y más de quinientas cabras. Con tanto terreno por labrar y tanto animal que pastorear, nuestro hombre no asomaba por el cortijo en todo el día, que ya se sabe que los hombres del campo pertenecen al campo. Pero, ¿y las mujeres? Pues ellas a las faenas, que no eran pocas ni chicas, que correspondían entonces a su sexo y condición: las mujeres rurales trabajaban tanto o más que los hombres –que justo es decirlo–, fuera y dentro de sus casas: criar y educar a los hijos, cuidar de viviendas, huertos y hortalizas, de los animales domésticos que estaban a su cargo y, desde luego, cuidarse entre ellas también, porque el cortijo de Córzola era una comunidad que funcionaba como una gran familia bien avenida, donde todos velaban por todos. Los años pasaban y María fue teniendo hijos, hasta reunir cinco: María, José, Manuel, Antonio y Encarna que, junto a Joaquín, el “hermano mayor”, crecían libres en la sierra, entregados a jugar su papel de niños y a aprender de los mayores. Todos los hijos de María, salvo Manuel, nacieron en Jayena: cuando le quedaba poco para dar a luz, María se montaba en uno de los mulos y pasaba las dos horas del trayecto dando trompicones por la accidentada vereda hasta llegar al pueblo, donde la esperaba su madre con la comadrona. Después, con su recién nacido envuelto en una toquilla, volvía a cabalgar vereda arriba hasta llegar al cortijo, donde podía descansar por fin –no cabe duda que las mujeres antiguas llevaban la fortaleza en la masa de la sangre–. Los hijos de María sólo iban a la escuela del pueblo por temporadas, cuando menos obligaciones había en el campo y los niños se podían mudar unas semanas a la casa de Jayena. Ese tiempo solía coincidir con los meses del invierno.

 Los primeros años de casada, María no tuvo más preocupaciones que las propias de sus responsabilidades diarias. Disfrutó durante un tiempo de la casa donde se había criado con sus hermanos, hasta que La Resinera contrató a un nuevo guarda forestal –venía de Teruel, donde la empresa contaba con otras fincas de pino resinero–. Este hombre y su familia se instalaron en la casa de María, que por ser la más grande y cómoda se reservaba para los guardas de monte; pero sobre todo porque era la que tenía instalado el teléfono con el que La Resinera se mantenía en contacto permanente con los cortijos donde tenía sus vigilantes jurados. Así que María, José y sus hijos se mudaron a otra de las casas de Córzola: la que estaba en la esquina opuesta del cortijo, dando vista a los montes y al arroyo Almijara, que también era grande y cómoda, y además contaba con unos amplios corrales, que vinieron muy bien a José y sus animales. 

 La vida seguía rodando, día tras día. Nuestra familia pasó la posguerra y los años siguientes en el cortijo, donde no escaseaba nada imprescindible; cuando llegaba la hora de comer –los que comían, que en esa época no eran muchos–, María podía colmar, feliz de poder hacerlo, los platos de su gente de papas, migas o puchero. Y no sólo de los suyos, sino de todo aquel que llamara a su puerta pidiendo un trozo de pan, que la parvedad era grande en ese tiempo y no era de recibo no compadecerse de sus semejantes; María socorría a todos largamente, como si dispusiera en su casa de los manjares y la despensa inagotable de la reina de Saba. Pero, ay… qué poco imaginaba ella que estaban por llegar los peores momentos de su vida.

 Los guerrilleros antifranquistas o maquis, que ocuparon la sierra entera, también llegaron a su cortijo: Córzola no iba a ser una excepción. El miedo cundía rápidamente; con la rapidez del rayo se habían propagado los rumores de que una partida de la Agrupación Guerrillera Granada-Málaga, la que comandaba el afamado José Muñoz Lozano, “Roberto”, se movía por los montes de Cázulas y Jayena protagonizando incursiones, secuestros y extorsiones. Y así fue: muy poco después, los habitantes de Córzola empezaran a recibir las inopinadas visitas de los maquis, por una parte, y de los guardias civiles del cuartel de Jayena, por la otra. Todos podían presentarse a cualquier hora del día o de la noche, y no cabía más que atender a unos y otros.

  En lo más oscuro de la noche aparecían los maquis, que irrumpían en las casas por las buenas o por las malas, interrogaban, amenazaban, comían apresuradamente, se llevaban lo que les viniese bien y se escabullían de nuevo en la oscuridad, en un visto y no visto, hacia sus escondites montanos. Nada más salir el sol llegaba el turno de las parejas de guardias civiles, que se presentaban con la autoridad de quien se sabe omnipotente y, de igual modo, interrogaban, amenazaban, arengaban, comían en abundancia de lo que hubiese –ellos sin premura ninguna– y hasta solían instalarse en el cortijo para un par de días o tres, normalmente en la casa de José y María, esperando así sorprender a los proscritos en su siguiente aparición. A los corzoleños, de grado o por fuerza, sólo les quedaba plegarse a las exigencias de perseguidores y perseguidos, porque negarse a ello podría suponer severos castigos, cárcel e incluso la muerte. No importaba lo mucho que temblasen las manos de las mujeres o el llanto miedoso de los niños: si los maquis llegaban con hambre había que hacerles a toda prisa un puchero, unas migas o incluso un arroz con conejo, cuando había alguno disponible; si los guardias civiles llegaban con hambre, tres cuartos de lo mismo. Las familias de Córzola se vieron forzadas a cambiar de hábitos: hacían los quesos, panes, conservas y chacinas durante la noche para no ser vistos, y escondían con habilidad gran parte de las provisiones de sus despensas –garbanzos y lentejas, harina, aceite, tocino, panes, quesos, legumbres y matanza– para que entre unos y otros no arramblasen con todo.

 En esos años el cuartel de Jayena se encontraba bajo las órdenes del teniente Manuel Prieto López, que presumía de que “en el cuartel tenían las llaves de todos los cortijos y muchas casas de su demarcación colgadas de la pared, que ocupaban un muro entero; que su autoridad en el pueblo era tal que él hacía lo que le daba la gana; que era el amo y señor de todo, y lo que él decía y hacía iba a misa” (son sus palabras textuales, en una entrevista del año 1984 al historiador José Aurelio Romero Navas). Y, en efecto, así era. El control sobre los cortijos bajo la jurisdicción del teniente Prieto –clausurados, algunos, a piedra y lodo– era férreo; incluso montó una exitosa contrapartida contra la guerrilla que terminó con la vida de muchos combatientes. María y los suyos, como los demás habitantes de Córzola, temblaban de pies a cabeza cada vez que, después de cenar opíparamente, el sargento Magaña –severo y cruel como él solo– se dedicaba a relatar con todo detalle cómo y dónde habían matado a tal o cual “bandolero” sin omitir escabrosidades, incluso delante de los chiquillos, que escuchaban atónitos aquellos relatos de atrocidad, persecución y muerte.

 Un mal día –María estaba embarazada de ocho meses de su cuarto hijo, Antonio– se presentaron en el cortijo, a plena luz del día, tres guerrilleros, capitaneados por Manuel Fajardo Ruiz, más conocido por su nombre de guerra, “Senciales”. Nadie esperaba algo así; los corzoleños se encontraban realizando unas faenillas en la era y, cogidos por sorpresa, no supieron reaccionar. Un grupito de niños, entre los que estaban los tres hijos mayores de María, enredaba por allí. Senciales preguntó directamente por José, el marido de María.

 –A ver, ¿dónde está José? Que tenemos que hablar con él– solicitó el fugitivo evidentemente nervioso, con voz pavorosa y convincente. José, adivinando el percal,  se adelantó tranquilo, intentando, con su actitud calmada, convencerles de que la violencia no era camino con ellos.

 –Aquí estoy, ¿qué es lo que queréis decirme? No hace falta levantar la voz, que estáis asustando a tós y a más están los niños chicos delante– repuso José, dándose cuenta, por la hosca expresión facial de los fugitivos, de que ese día estaban para pocas bromas.

 –Nos hemos enterao de que has cobrao hace unos días siete mil pesetas por la venta de unos chotos. Como lo sabemos de buena tinta, no me vayas a venir con el cuento de que no es verdad. Conque danos el dinero y nos vamos sin que aquí pase ná más–. Senciales sujetaba con determinación un rifle de 9 mm en la mano derecha.

 Los guerrilleros tenían sus enlaces e informadores que los iban poniendo al corriente de quién movía dinero en la sierra. Corría el mes de mayo de 1950 y efectivamente, como cada primavera, José acababa de vender la paridera de ese año, con lo que había ganado las famosas siete mil pesetas que le exigían Senciales y su partida. José imaginó que alguien cercano a ellos les había dado el chivatazo. ¿Pero quién? Imposible saberlo. Lo más tranquilamente que pudo, les dijo que no tenía ese dinero en la casa.

 –Pues resulta que el dinero aquí no lo tengo, que está en el banco, y me harían falta uno o dos días pa sacarlo y traerlo al cortijo. Si veis que podéis esperar, eso hacemos– replicó intentando calmar los ánimos de los maquis, que miraban para todas partes dando claras muestras de impaciencia.

 –¿Qué te piensas, que somos tontos? ¡Ya estás sacando los dineros de donde los tengas, porque como no, ésta lo va a pagar!– y, uniendo la acción a la palabra, cogió del brazo a María, la llevó al centro de la era y la encañonó delante de todos. –¡Aquí mismo la fusilamos, así que tú verás lo que haces!– María, paralizada ante el horror indescriptible de que la matasen delante de sus niños, no podía ni encontrarse la voz; sólo apretaba contra sí, con las dos manos, las cabecitas de los pequeños, que lloraban agarrados a su delantal.

 Con mil argumentaciones y temblando ante lo que pudiera pasar, José logró apaciguar a Senciales y sus compañeros, que en realidad no eran más que hombres agotados, acorralados y desesperados. Como a todos les interesaba llegar a un acuerdo, hablaron algo más calmados y, por fin, consensuaron una manera de entregar el dinero. El plan convenido tendría una estrategia muy concreta y había que seguirlo al pie de la letra para que no se produjera el más mínimo fallo, ya que los maquis no dudaban en disparar a matar si consideraban que se les había traicionado. Pero, ¿en qué consistía ese plan?

 Sujetad, amigos lectores, la brida a vuestra imaginación, que en la segunda parte de esta historia sabremos finalmente qué pasó con el dinero, con los maquis, con los guardias, con María y su familia y, cómo no, con el cortijo de Córzola.

Escrito por Mariló V. Oyonarte
Fotografías, archivo de la familia De Cara Quirosa y Mariló V. Oyonarte.

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