Un hombre tranquilo: Paco, el de Pampaneira



"Lo mejor es no querer más de lo que nos haga falta y vivir tranquilos y en paz, disfrutando de lo que se tiene sea mucho o sea poco, porque lo otro no es más que complicarse" afirma rotundo Paco, el vecino de más edad de Pampaneira. Y, a juzgar por cómo le ha ido a él en la vida, debe estar en lo cierto.



Pampaneira se asienta en la falda sur de Sierra Nevada, en el barranco del río Poqueira

 No podría calcular las veces que hemos visitado la Alpujarra porque, sencillamente, son incontables; hace años que somos presos -como tantos otros- del embrujo de esa comarca, soleada y verde a la vez. Lanjarón, Pampaneira, Bubión, Capileira, Pitres, Busquístar, Soportújar, Cáñar, Pórtugos, Trevélez, Válor, Yegen... Son nombres que evocan lugares remotos, saturados de historia, que dignifican la eterna lucha del hombre por sobrevivir en las montañas. En Pampaneira es imposible sustraerse a dar un largo paseo por la mañana, entre feraces campos abancalados y fresquísimos regatos de alta montaña; saborear a mediodía un almuerzo casero, sencillo y delicioso en el restaurante Casa Julio -al que invariablemente acudo con mi familia desde hace más de quince años y donde Mari Cruz nos hace sentir como en casa- y vagabundear luego, hasta que cae la noche -la increíble noche encendida de estrellas de Sierra Nevada-, por esas calles inconfundibles, sinuosas y empinadas, blancas y empedradas con primor, tan propias, tan alpujarreñas. 
 

Dejando atrás las últimas casas, camino del río. Al fondo, alineadas con las nubes, las cumbres blancas de los "tresmiles" de Sierra Nevada

 De Pampaneira, de sus leyendas, paisajes y distintiva arquitectura se ha escrito todo ya -si es posible decirlo todo alguna vez sobre algo o sobre alguien-. Pero, ¿y de sus vecinos, los pampanurrios genuinos, los de toda la vida…? Existe un senderillo que, atravesando las antiguas eras del pueblo, hoy convertidas en un mirador con vistas de ensueño, enlaza más abajo con el camino del río Poqueira. Esa histórica senda, utilizada durante muchos siglos, dibuja una serie de curvas que siguen el trazado del bellísimo cauce que recoge las escorrentías de las lagunas de Río Seco y Aguas Verdes, a más de tres mil metros de altitud barranco arriba. En su curso más alto, los arroyos que forman el río Poqueira alimentan borreguiles cuajados de endemismos nevadenses que, aguas abajo, se convierten en praderas de alta montaña, sabinares y hermosos bosques de castaños. Ese río generoso que llena todavía antiquísimas acequias de careo y, más abajo aún, movió -hasta no hace demasiado- las piedras de los molinos harineros que se asentaban en sus orillas. Junto al camino del río se levanta una casita -en realidad, es una caseta de almacenamiento- que resulta casi invisible en la distancia, mimetizada entre unos bancales cultivados con esmero. Ése es el rinconcito donde pasa los días, labrando tranquilamente su campo, Paco Pérez Álvarez.
 

Junto a una curva del camino que baja al río Poqueira se encuentra la labor de Paco


Francisco Pérez Álvarez, más conocido en su pueblo por el apodo familiar, Pacocruz de los chapetones

 Con casi noventa años a sus espaldas, Paco es el vecino más anciano de su pueblo. Aunque cualquiera lo diría, observando su porte jovial y saludable y la pasmosa agilidad con la que se mueve por todas partes, firmemente apoyado en su cayadillo de fresno. Nacido en Pampaneira -de donde eran originarios también sus padres- en octubre del año 1928, Paco es el menor de cuatro hermanos varones, de los que aún quedan tres. Nacido en Pampaneira, sí, pero en una Pampaneira hasta tal punto diferente a la actual que él mismo se sorprende, a pesar de haber visto esa transformación día a día, año tras año, con sus propios ojos. Efectivamente: el pueblo donde Paco vino al mundo era, hace ochenta y nueve años, poco más que una aldea de casitas de tierra y piedra sin cortar, diminutas, cúbicas, muy humildes, encajadas unas en otras y comunicadas entre sí por calles tortuosas y estrechas, empedradas toscamente para que no se embarrasen con la lluvia; pensadas más para los animales que para las personas. Se trataba de aquella Alpujarra remota y aislada, de habitantes con costumbres austeras, hechos a salir adelante con lo mínimo, desafiando a diario la dureza de aquellas montañas, que tan bien retrataron escritores como Pedro Antonio de Alarcón y Gerald Brenan, entre otros bohemios de paso por aquellas tierras.


Pampaneira a principios del siglo XX. Paco nació en la casa rodeada por el círculo rojo

 La de aquellas gentes era una vida dedicada a las labores del campo y la ganadería, como en otras zonas rurales, pero con la dificultad añadida de la dureza del clima en Sierra Nevada. Claro que los pampanurrios eran una raza fuerte, acostumbrada desde generaciones atrás a bregar con el veleidoso carácter de la alta montaña. Los padres de Paco, José y Encarnación, podían considerarse afortunados, pues eran propietarios de la casita en la que vivían y las tierras que trabajaban, lo cual era, en aquella época y lugar, un inmejorable punto de partida. Entonces los alrededores del pueblo estaban totalmente roturados y cultivados, ordenados en bancales que subían escalonadamente desde la orilla del río hasta lo más alto de aquellas lomas, que alcanzan los 2700 metros de altitud. Tierra muy buena por cierto, suelta, densa y oscura, bendecida durante todo el año por la abundancia del agua, en la que los lugareños cultivaban cereales como trigo, centeno, cebada, avena, maíz, patatas, habichuelas, legumbres, todo tipo de hortalizas y muchos frutales que aguantaban las severas condiciones del invierno alpujarreño: olivos, almendros, castaños, nogales, cerezos, manzanos, membrillos, higueras... Un complejo sistema de acequias de careo perfectamente distribuidas por las laderas, heredado de tiempos de los moriscos, ayudaba a las tareas de cultivo y fueron, desde tiempos inmemoriales, ejemplo del buen uso y aprovechamiento de ese recurso. Las gentes de la Alpujarra eran, desde luego, unos maestros de la cultura del agua.


Pampaneira se encontraba rodeada de bancales cuidadosamente cultivados, todo un modelo de aprovechamiento del terreno, y Paco junto a su madre, Encarnación, al comienzo de la guerra civil, año 1936

 En tiempos de Paco, el núcleo urbano de Pampaneira estaba formado por menos casas de las que cuenta el municipio en la actualidad. Eso sí, había mucha más gente, porque en cada casa, por pequeña que fuese, se alojaban varias familias completas. Y no sólo el pueblo se encontraba densamente habitado: en las vecinas laderas, plagadas de decenas de cortijillos diseminados entre los bancales, también las familias se apretaban en las viviendas junto a su ganado, sobre todo durante la época estival. La economía del lugar era exclusivamente agrícola y ganadera; cada familia dependía pues, en cuerpo y alma, de su tierra y sus animales. Innumerables rebaños de cabras, ovejas y vacas pastaban por doquier y se recogían en el pueblo, al que regresaban todas las noches, envueltos en la música de sus cencerros, hasta los bajos de las casas donde estaban los corrales. La familia de Paco poseía un cortijo al otro lado del barranco del Poqueira -en la "cará de enfrente", como lo llaman los lugareños-: el Cortijo del Menchón. Allí pasaban los veranos, labrando paratas y pastoreando cabras, ovejas y vacas, cada cual en sus tareas, porque todos los miembros de la familia tenían la suya. José y Encarnación, sus padres, eran de carácter afable, bondadosos y comprensivos con sus hijos, a los que jamás pusieron una mano encima, algo no demasiado corriente en la educación de la época y que Paco recuerda todavía. La vida corría apaciblemente para Paco y su familia, que tenían de sobra con lo que producían en el cortijo. "Una vida feliz, muy buena", refiere Paco con una sonrisa. Al ser el benjamín de la familia, él tuvo la oportunidad de ir a la escuela, aunque esa circunstancia sólo duró dos meses, pues estalló la guerra civil y su familia decidió refugiarse en el cortijo, ya que la línea de frente estaba situada justo por encima del pueblo.

 La contienda volvió del revés las sosegadas costumbres de la familia. Sus hermanos mayores fueron llamados al frente, así que Paco tuvo que abandonar la escuela y los juegos; de la noche a la mañana dejó de ser niño para convertirse en hombrecito y encargarse del ganado de sus padres -todavía no había cumplido los ocho años-. Ese funesto trienio, durante el cual se sintieron más unos refugiados que otra cosa en el cortijo del Menchón, su propia casa, supuso un reto para todos. Con frecuencia, mientras pastoreaba sus animales, Paco se veía obligado a protegerse a toda prisa tras una piedra grande o detrás del tronco de una encina para evitar que las balas y la metralla -que oía pasar silbando por encima de su cabeza- le hiriesen. El niño se llegó a acostumbrar al estruendo de los cañonazos y al tableteo siniestro de las ametralladoras, que arrancaban astillas en las ramas de los árboles y abrían oscuros boquetes en el suelo; al hedor que desprendían la pólvora quemada y el metal derretido, recién salido de los fusiles, que por momentos caía del cielo igual que caen las gotas de lluvia. Cuando finalmente la guerra concluyó, los soldados supervivientes fueron regresando a sus casas; también así los hermanos de Paco. Mas el primer día de paz, cuando todos respiraban tranquilos pensando que podrían pasar página por fin, un desgraciado accidente del camión que transportaba a los soldados terminó con la vida de José, el hermano mayor de Paco.


Paco sentado en las rodillas de José, su hermano mayor, recién incorporado a filas, y Paco Durante su servicio militar en Huesca

 La familia tardó un tiempo en asimilar tan cruel e inesperada pérdida, desolación a la que se unieron el desánimo general, el hambre y la escasez de todo que asolaron al país durante la posguerra. Para completar el panorama, llegó a esas montañas el fenómeno del maquis, diseminando el miedo entre la sencilla población, extenuada ya de tanto sufrimiento. La miseria de los años cuarenta dejó infinidad de personas errantes que buscaban cobijo por todas partes; a la casa de Paco arribó un pobre chiquillo de su misma edad -Julián se llamaba- implorando comida y refugio. José y Encarnación, compadecidos de su desdicha, le acogieron y en poco tiempo Julián se convirtió en uno más de la familia, que no llenó el hueco del hijo perdido pero ayudó a restituir la alegría en aquella casa. Los años fueron pasando; Paco se convirtió en un robusto muchacho, trabajando siempre contento en el campo y con los animales, que era lo que más le gustaba. Cuando, alcanzados los veintiún años, fue llamado para cumplir el servicio militar -entre los años 1950 y 1952- tuvo la ocasión de salir por primera vez de Pampaneira; durante los quince meses que pasó en Huesca mejoró considerablemente su lectura y escritura, pues la mayoría de los soldados eran analfabetos y él, que sabía algo, redactaba y escribía las cartas de casi todos sus compañeros. "Pero ¿qué escribo?" les preguntaba, a lo que ellos replicaban: "¡Pues pon lo que tú veas…!" Y el bueno de Paco se las veía y deseaba pensando qué escribir a aquellas mujeres desconocidas, pero al fin y al cabo madres, esposas, novias, hijas y hermanas que anhelaban tener noticias de sus hombres. Durante aquel tiempo, aunque echaba de menos su casa y su pueblo, Paco disfrutó de su estancia en tierras oscenses donde hizo muchos amigos, dado su carácter afable y tranquilo.
 
 A su vuelta a casa se reincorporó gustoso a las faenas del Cortijo del Menchón. Sus hermanos mayores ya se habían casado y él se hizo novio de una dulce chica rubia, de preciosos ojos azules, que vivía en el cercano pueblo de Capileira -María Robles López-, de la que se enamoró al instante. A Paco seguía entusiasmándole el trabajo del campo: era feliz arando, sembrando, regando, segando, podando y cuidando de sus animales. Todo le iba bien; sus cosechas eran cada vez más abundantes -recogían cada año cuarenta o cincuenta sacos de trigo y otros tantos de cebada, de habichuelas, y de patatas-. En el horno de la casa se hacía el pan cada pocos días, y no sólo pan; también dulces como pan de aceite, roscos, "borrachillos", mantecados, la clásica "torta de lata" alpujarreña… En torno a la chimenea de la cocina, que era el corazón del hogar, se hacía además la vida familiar, donde se pasaban los ratos mejores del día. 



 Entonces era costumbre que cada casa hiciera el pan que consumía; se acarreaban los sacos de trigo y de maíz hasta los molinos que había en la orilla del río y los convertían en harina para todo el año. En el Barranco de Poqueira existían seis grandes molinos harineros: dos en Capileira, uno en Bubión y tres en Pampaneira, donde además de trabajar, los molineros vivían con sus familias y animales domésticos -gallinillas, cerdos, perros y gatos, alguna cabra-. Resultaba un espectáculo digno de ver aquella rugiente masa de agua entrando y saliendo del molino en cascada, con la fuerza suficiente como para mover las pesadas piedras troncocónicas que molían el grano. Paco y su familia llevaban el grano al que se conocía como el molino de Plácido, que era el más cercano a sus tierras.


El molino de Plácido estuvo en funcionamiento hasta finales de los años sesenta del siglo XX


El molino en la actualidad

 En el mes de octubre de 1954, justo cuando Paco cumplía los veintiséis años, él y María se casaron en Capileira, el lugar de la novia, como mandaba la tradición. Un día especial no sólo para ellos y sus familias, sino también para el pueblo de Capileira, que vio por primera vez -tal vez en su historia- a una novia vestida de blanco. Efectivamente, hasta entonces, la arraigada tradición rural andaluza indicaba que las novias habían de casarse discretamente vestidas de negro o de azul marino. Pero la madre de María, una mujer moderna para la época, que quería algo diferente para su hija, quiso viajar a Granada para comprar tela de raso blanco que una modista cortó y cosió -un lujo extraordinario entonces, y más en un pueblo tan pequeño- y, de esa manera, María se convirtió en una preciosa novia vestida entera de blanco radiante, tal y como dice la canción. Paco no podía estar más contento con su recién estrenado matrimonio.
 

El bonito traje de novia de María llamaba la atención de todos sus vecinos. Los recién casados esperan a que la madre de María arregle el velo para las fotos

 Comenzó así la etapa más estable y grata de la vida de Paco, porque si feliz fue en su infancia y juventud, la verdadera dicha le llegaría al lado de su mujer. Pampaneira escapaba por fin de las consecuencias de la posguerra y se empleaba a fondo en crecer y prosperar; la población aumentaba y las ganas de pasarlo bien volvieron definitivamente al pueblo. Todas las casas llenas; todos los campos cultivados; todas las familias en paz. Cuando llegaban las fiestas, que se celebraban el tres de mayo -el Día de la Cruz- el pueblo hervía, pleno de actividad y alegría. Plazas y calles se llenaban de lugareños y forasteros llegados de todos los rincones de la Alpujarra, pues el "Baile Público de Pampaneira" era muy conocido en la comarca. Era tradición abrir las casas y despejarlas de muebles, colocar en la entrada una mesa con una botella de aguardiente y dulcecillos típicos, y permitir la entrada de los vecinos hasta el "terrao" u azotea, lugar que se solía aprovechar normalmente para secar maíz, ristras de pimientos y ajos, y en las ocasiones festivas, también para bailar. Las plazas y calles se quedaban pequeñas ante la afluencia de gente y los terraos se convertían en improvisadas pistas de baile donde gente de todas las edades lo pasaba muy bien. También estaba aquella costumbre tan bonita y solidaria de llevar, en esos días festivos, los dulces preparados por las mujeres del pueblo a las viudas y familias que habían tenido un "muerto reciente", para que no se quedasen sin probarlos, si no se veían con ganas de hacerlos. La antigua conciencia del pueblo unido, del "hoy por ti y mañana por mí" de antes de la guerra, regresaba y volvía a imperar en todos los corazones.


Los "terraos" se convertían en atestadas pistas de baile

 A su debido tiempo fueron llegando los niños a la casa de Paco y María; tres chicas y un chico que terminaron de completar su felicidad. Mientras tanto, el progreso también llegó al pueblo: se mejoró la carretera y se modernizó la central eléctrica, que sustituyó a la anterior, de muy poca potencia. Quedaron atrás los tiempos en los que cada casa disponía de sola una bombilla -en las casas más pudientes, dos- que se encendía exclusivamente de ocho a diez de la noche, durante la hora de la cena. Los inviernos seguían siendo húmedos y fríos; caían nevadas que se mantenían en la calle durante un mes. Pero en el interior de las casas, convenientemente restauradas y acondicionadas -manteniendo siempre la típica arquitectura con sus tejados de launa impermeable- los pampanurrios vivían muy bien. Empezaron, asimismo, a aparecer los primeros forasteros al pueblo; personas que, atraídas por la belleza de aquellas montañas y la singularidad de sus pueblos -escritores, pintores, fotógrafos y otros artistas- visitaban la zona y ayudaban a darla a conocer fuera de los límites de la comarca alpujarreña.


Fotografiando Pampaneira, a mediados del siglo XX

 En los años sesenta hizo su aparición, como en media España, el fenómeno de la emigración, que afectó, y mucho, a los pueblos de la Alpujarra. Pampaneira quedó parcialmente despoblada: muchos de sus habitantes se marcharon a Alemania. Paco también se lo planteó, pero fue yendo a Granada para preparar la documentación como se dio cuenta de que lo último que él quería era irse de su pueblo. Prefería ganar menos dinero a alejarse de su campo y su familia. Vio, pesaroso, marchar a muchos amigos y familiares; entonces él aprovechó para trabajar por Pampaneira y colaborar en su progreso, siendo presidente de la Hermandad de Labradores. Tan bien cumplió con su cometido que fue propuesto por las autoridades franquistas como alcalde de Pampaneira, cargo que ocupó desde 1966 a 1970. Un alcalde de izquierdas durante el franquismo, que se las ingeniaba de mil maneras para no tener que cantar el "Cara al sol" en las reuniones de alcaldes de la provincia, ni tener que vestir la consabida camisa falangista -que sustituía, muy disimulado, con otra parecida de color azul-. Un alcalde de izquierdas que tuvo más de un rifirrafe con el cura del pueblo, porque éste no dejaba bailar a sus feligreses durante las fiestas. Para Paco llevar la alcaldía fue una buena experiencia, durante la cual no dejó de labrar su tierra y de cuidar sus animales. Pampaneira, así como otros pueblos de la Alpujarra, estaba cambiando, y ya para siempre. Algunos emigrantes volvieron con lo ahorrado para restaurar sus viejas casas; otros no regresaron más, pero vendieron sus propiedades a personas de fuera que se establecieron allí modernizando casas y calles, pero manteniendo la idiosincrasia del lugar. Pampaneira se olvidaba de su pasado humilde y empezaba a convertirse en un destino turístico cada vez más solicitado.


Durante su etapa como alcalde, Paco (el cuarto por la izquierda) con un grupo perteneciente a la Sección Femenina de Granada, de visita en Pampaneira


Paco y María con sus hijos Angelines, Antonio, Paquita y María José

 Con el tiempo, los hijos de Paco y María crecieron y se marcharon de Pampaneira, salvo el varón, Antonio, que tras un tiempo fuera decidió volver a su pueblo y quedarse para siempre. Paco, mientras tanto, se jubiló. Hoy, a pesar de su avanzada edad, es un hombre alegre y sosegado que continúa plenamente activo, pendiente de sus animalillos y de su terreno, situado muy cerca de su casa en el pueblo, en el que entretiene sus días de forma útil para él y su familia. Continúa labrando personalmente su viña, haciendo su vino y labrando su terreno de "dos obradas y media" de extensión -unos cuatro mil metros cuadrados-, en esa tierra magnífica de Sierra Nevada, donde cultiva olivos, almendros, membrillos, perales, manzanos, melocotoneros, cerezos, nísperos, kiwis, castaños y nogales, y una huerta con tomates, pimientos, cebollas, ajos, alcachofas, escarolas, guisantes, habas, fresas y frambuesas e higos chumbos. "El campo tiene mala fama", afirma muy convencido, "porque todos se piensan que es duro de trabajar, pero digo yo: ¡es duro si no te gusta! Y también si esperas a hacerte rico con ello, porque en el campo rico no te vas a hacer. Hay que buscar un término medio y conformarse con lo que se tiene, eso es lo que he hecho yo toda mi vida".


Paco y su viejo mulo, Palomo, que disfruta de una merecida jubilación pastando tranquilamente en los alrededores de la huerta, y el fiel perro Nicles sonríe, feliz de ser la sombra de su amo

 Y así pasa Paco los días, las semanas y los meses, yendo y viniendo a su terreno, con sol o con lluvia, siempre acompañado de su inseparable perro Nicles -llamado así en honor a un viejo amigo, que fue pastor en Capileira- y cuidando, junto a otros animales, del viejo Palomo, el mulo que tantos años le ayudó a arar y cultivar la tierra, y que ahora disfruta de una vejez tranquila, pastando todo el día bajo el sol. Paco saborea plenamente la fortuna de vivir en armonía con la naturaleza y las estaciones, disfrutando de ver crecer plantas y animales, y sobre todo, de tener la conciencia tranquila, pues desde que tiene uso de razón ha intentado hacer siempre lo que ha creído justo para los demás y para sí mismo.


En los bancales ya están a punto de brotar las patatas


Los plantones de pimientos y tomates aún pueden sufrir con las heladas tardías
 

El olivar, recién podado, está listo para una nueva floración


Es la hora de cenar para los animales, las gallinas…


Los conejos, Nicles y las dos gatitas de la casa…


Una espuerta llena de paja fresca para el mulo, que aguarda ya recogido en su cuadra… ¡Buenas noches, Palomo, hasta mañana!

 El día declina; el sol está a punto de desaparecer tras la "cará de enfrente". Antes de marcharse, en un ritual que viene repitiendo desde que era niño, Paco da un largo  refrescante trago de la fuente de agua ferruginosa, de áspero sabor a hierro y sales minerales, que hay en el camino, uno de los incontables manantiales con propiedades mineromedicinales que regalan las entrañas de Sierra Nevada. Nicles le sigue muy de cerca; el perro sabe que vuelven a la casa del centro del pueblo, en plena zona turística, muy cerca de acogedores restaurantes y llamativas tiendas de artesanía. Se trata de una casa antigua, de herencia familiar, con más de un siglo de antigüedad, donde María les espera para cenar y retirarse por fin a descansar, hasta el día siguiente.


Antes de irse, un traguito de agua ferruginosa de la fuente


Y de vuelta a casa, antes de que se haga más de noche, acompañado por Nicles

 Pacocruz o Paco a secas, el hombre que ha sido protagonista de esta historia, puede decir con toda tranquilidad, ya al final de su vida, que ha realizado con éxito su proyecto de juventud. Con sus tropiezos, con sus desilusiones, con hondonadas y con alturas de vértigo; en definitiva, con los derrumbaderos y las cimas que trae consigo la vida misma. Y, a pesar de caminar -con paso firme, eso sí- hacia los noventa años, aún hoy continúa siendo lo que ayer fue, porque quien actúa de acuerdo con sus principios más arraigados nunca deja de ser él mismo. Paco es lo que ha vivido y lo que vivirá en el futuro -largo o corto- que le espere, porque todavía no ha desembarcado de su largo viaje, del que ha ido disfrutando, del que disfruta todavía, etapa tras etapa, conscientemente.

Texto y fotos: Mariló V. Oyonarte