Saborete


 
¡Cuántas figuras humanas, familiares en nuestras calles y caminos de los duros años de posguerra (incluidos los cincuenta del pasado siglo), han desaparecido de nuestra querida geografía andaluza! Lo comentaba yo hace poco con mi consuegro Montero (de mi edad, más o menos) en el cumpleaños de nuestro común nieto Pablo.

 Hablábamos de la inmensa cantidad de pordioseros que, día sí día también, pedían de puerta en puerta, de cortijo en cortijo: “una limosnica, por el amor de Dios”. Un mendrugo de pan, algo de pringue de la matanza recién hecha o un “perdone usted por Dios, hermano” podían ser la respuesta a su hambrienta súplica.

 Esporádicos unos, habituales otros, yo ciertamente recuerdo a algunos de ellos; y recuerdo especialmente a Perico, procedente de Cacín, y que, orgulloso y oportunista, recordaba en cada visita su lejano parentesco con mi padre, pues él, decía, era de la familia de los Moles. Tenía el privilegio, pienso que por su parentesco, de pasar y sentarse, siempre en la misma silla, siempre en el mismo sitio, y de disfrutar de su agasajo mientras informaba de las últimas novedades del vecino pueblo. Con su vieja navaja y su mermada dentadura iba dando cuenta, mientras charlaba, del pan y el queso, su manjar preferido. Nunca estos dos componentes de su refrigerio coincidían en su terminación, por lo que Perico se veía obligado a reclamar alternativamente: “pariente, un poquillo queso pa este pan; pariente, un poquillo pan pa este queso”.

 No mendigando, pero, seguramente, con hambre, era frecuente la visita al pueblo del latero. Recorridas las calles, y con sus ollas y sartenes ensartadas en una cuerda, se dirigía hacia el puente para, bajo su cobijo, prender la lumbre, imprescindible para su faena.

 De Alhama bajaba el sillero, familia de mi vecino Calles, en cuya puerta montaba su taller, con sus haces de anea al lado, para dejar como nuevos los asientos de las desvencijadas sillas.

 Inacabable sería este relato, si quisiéramos revivir aquellos pintorescos personajes (que, curiosamente, a veces nos vuelven a sorprender con su reaparición; ¿barruntarán hambres?): el titiritero de la cabra, el afilador, el recovero, el trapero… ¡Qué gozo para la chiquillería la presencia del trapero en nuestras calles! Con sus algarrobas, su pan de La Habana, sus canicas de barro… Trapos y alpargatas viejas llenaban su saco a cambio de alguna de estas baratijas.

 Y especialísima mención merecen entre nuestros personajes de hoy aquellos vendedores callejeros; y, entre ellos, los costeños. Con las seras de naranjas cargadas sobre sus mulos, llegaban a Alhama por el Ventorro; y a Cacín y a Santa Cruz y a todos y cada uno de los numerosos cortijos, densamente poblados por entonces. Y nos surtieron de seretes de higos secos y de cajas de pasas. En pellejos transportaban el aceite y la miel que, de casa en casa, vendían a sus clientes y que después cobraban cuando podía ser. Era costumbre de mi padre cambiar cada año a uno de estos costeños una carga de los buenos melones que él criaba, por uvas moscateles. Así, gracias a este trueque, el techo de la cámara chica se poblaba cada año en septiembre de racimos colgantes de los clavos.

 También durante mucho tiempo fue figura habitual en nuestras calles el semanero. Vendía ropa. Y, como su nombre indica, su visita era semanal; y también (si podía ser) el pago de la mercancía. Pero, en este ramo, la más popular, la más recordada y la más querida (entre las pocas de sus clientas que aún queden en Santa Cruz), probablemente sea la Pernala.

 Y cómo olvidarnos de aquel viejo vendedor de triste historia familiar (que todo el mundo conocía, aunque él a pocos la contó), el que durante tantos años hizo el camino de Loja a Santa Cruz para recorrer con su cesta al brazo nuestras calles, tras su breve descanso en la posada, Antoñico “Sabosté”. La cesta de Antoñico contenía arroz, azúcar, hilo, agujas, bacalao… así como cualquier encargo especial que alguien le hubiese hecho: un cuadro enmarcado o unas estampas de comunión. Y, mientras mostraba su mercancía, comentaba con sus clientas la carestía de la vida: “es que está to mu caro, ¿sabosté?; hay que ver lo que vale una docena de huevos, mirosté; pero, suélteme osté lo huevos y cójame osté la pescá…”
 
 Terminaré esta lista de curiosos personajes dando a conocer al que dio origen al título de este relato y que conocí, como comentaba, en conversación con mi consuegro. Posiblemente ninguno de mis lectores lo haya conocido, yo tampoco; y lo estrambótico de su negocio nos puede inspirar, además de una sonrisa, serias dudas sobre la realidad de su existencia. Un hombre recorre las calles con una pequeña orza de barro, asida por una cuerda atada a ambas asas. A requerimiento de una señora, entra en la casa y saca su mercancía: un hueso de jamón; hueso que la pobre mujer introduce en el puchero que hierve sobre la vieja hornilla y que dará al agua sabrosos poderes para engañar los ingenuos paladares de esta humilde familia (¿avecrem de posguerra?). Cumplida su misión, el hueso vuelve a la orza y, cobrado el servicio, el vendedor de sabores regresa a la calle a seguir pregonando su mercancía: “saboreeete, saborete”.