Francisco Ayala, novelista



Uno de los escritores españoles en el exilio de mayor personalidad es el granadino Francisco Ayala (nacido en 1906), tanto por las características de su prosa como por la evolución y el sentido de su obra.

María Jesús Pérez Ortiz

Filóloga, catedrática y escritora
 


 Tras haber completado sus estudios de Derecho en Berlín, obtuvo en 1933 una cátedra de Derecho Político que ejerció hasta la guerra. En 1939 pasó a residir en Argentina donde regentó una cátedra en Buenos Aires. En 1950 se trasladó a Puerto Rico y de allí a Estados Unidos, donde impartió literatura española en la universidad de Chicago. Nunca se olvidó de España, desplazándose con frecuencia ya en los años sesenta. Aun dejando aparte al tratadista, ensayista e ideólogo, la categoría de su obra narrativa hace que ocupe un lugar de privilegio entre los grandes.

 Inició su carrera literaria con la novela “Tragicomedia de un hombre sin espíritu” (1925) e “Historia de un amanecer” (1929), obras primigenias, pero que le situaron en el lugar adoptado por su generación, en la que alcanza un puesto relevante con la novela “Cazador en el Alba” (1930). Aunque el propio Ayala haya menospreciado estas obras juveniles, lo cierto es que “Cazador en el Alba” se ha valorado como una de las más interesantes experiencias surrealistas en nuestra prosa, dotada de las características esenciales de la estética al uso: deshumanización, técnica cinematográfica, surrealismo...Se trata de una obra muy breve, que apenas sobrepasa la dimensión de una novela corta. En ella nos sorprende el contraste entre la vaguedad difusa de tipos y situaciones y la poética luminosidad (aunque brumosa, de aurora que aún no rompe ) del ámbito en que se evocan...Ese cazador que convaleciente de una caída rememora en el duermevela de la enfermería su vida pasada...Cazador de sus propios recuerdos, cazador en el alba, en esa luz, en esa bruma, en esa excitante frescura de la madrugada, que permanece en nosotros como un recuerdo de infancia más. En esta obra Ayala demuestra un poder excepcional de creación poética. “Cazador en el Alba” es un extraordinario poema narrativo, acaso la narración más valiosa de esta primera etapa ayaliana.



 Tras un largo silencio de catorce años, en 1944, volvería a manifestarse la personalidad literaria de Ayala. Había mediado entre ambas fechas una serie de circunstancias adversas para la creación literaria: preparación para la docencia en la España republicana, el paréntesis doloroso de la guerra civil y el subsiguiente exilio, en el que el escritor hubo de situarse de nuevo en su puesto profesional de la enseñanza universitaria. Más tarde, renacida la tranquilidad espiritual, la reanudación de sus actividades como narrador le ayudaría a conquistar esa posición de intelectual ya serenado y en actitud de reflexivo moralista ante todo lo que había sucedido. De este examen de conciencia surgen los cuentos recogidos en 1949 con el título de “Los usurpadores”, donde el autor trata de bucear en las más densas aguas de la psicología humana. Se trata de una colección de seis relatos referidos a momentos significativos de la historia de España, entre ellos: la grotesca revelación sobre Carlos II “El Hechizado” (elocuente retrato de Carreño Miranda) que termina con el dolorido diálogo epilogal sobre la guerra del 36. Este variado desfile de épocas y personajes convergen en un solo fin: mostrar la ilegitimidad moral del poder del hombre ejercido contra los otros hombres; poner en evidencia cómo un encadenamiento fatal de motivos conducirá al crimen a partir de la subyugación injusta del semejante porque “el poder ejercido por el hombre sobre su prójimo es siempre una usurpación”. El tema de la guerra civil, implícito en buena parte de su obra, aparece también en los cuatro relatos que componen el libro “La Cabeza del Cordero” (1949). Donde pudiese decirse: “El tema de la guerra civil en el corazón de los hombres”. Pese a la crudeza con que Ayala analiza la conciencia sórdida, mezquina o brutal de los personajes, hay un grado de idealización o de ennoblecimiento estético-moral notable. De los cuatro relatos destacaríamos el titulado “El Tajo”, que nos relata la dramática historia de un teniente del ejército nacional acosado por la aterrorizada mirada de un soldado republicano al que dio muerte. Cuando regresa a su hogar, en Madrid, al final de la guerra, descubre en su padre, sorprendido por su inesperada llegada, el mismo vislumbre de terror. La división fratricida alcanza así a las propias familias; no son padre e hijo los que se reúnen al acabar la lucha: son dos enemigos, un vencedor y un vencido. El dramatismo se suaviza al final, cuando ambos derivan su conversación hacia cauces de afecto familiar: “Hay que seguir viviendo...” Un Ayala recogido en una dolorida serenidad, movido al más implacable enfrentamiento con el mundo real; un Ayala cuyas raíces podríamos buscar en la más desolada y grave posición noventayochista. Después del paréntesis de jugueteo lírico y desenfreno imaginativo de sus primeras creaciones, nos encontramos con esa actitud de renovado examen de conciencia doloroso, que caracteriza la mejor literatura de posguerra; el escritor preocupado, el moralista que inquiere con angustia sobre el ser de España y del hombre español es lo que encontramos, tras casi veinte años de concentrado silencio, en sus dos libros de narraciones aparecidos en 1949, y que lo señalan como uno de los novelistas fundamentales del conflicto civil al lado de Max Aub y Gironella.

 Pero el empuje creador y la maestría narrativa de Ayala culminan en “Muertes de perro” (1958) y “El fondo del vaso” (1962): dos libros que deben abordarse juntos, ya que mutuamente se complementan. Podría considerarse el primero como una novela política, crónica sarcástica del derrumbamiento de una dictadura centroamericana imaginada con verismo cruel; en contraste, “El fondo del vaso”, constituido por una parte de memorias, en primera persona, del protagonista, daría lugar a que se la calificase como novela psicológica. Aunque en rigor, ambas se caracterizan más bien por enfocar el espectáculo terrible de la degradación del hombre, de su regresión hacia “lo animalesco” como consecuencia de la quiebra de valores que para Ayala caracteriza el mundo contemporáneo. El propio Ayala afirmaba en “Mis mejores páginas”: “Lo que mis personajes revelan (...), no es una maldad especial, que no hay en ellos, sino el desamparo en que se vive hoy”. El desarrollo argumental tiene una importancia secundaria, pues el escritor concibe la novela ante todo como una investigación de la verdad hasta “el fondo del vaso”, hasta la hez, y caiga quien caiga. Cabe decir que el significado último de estas novelas es la acumulación de violencias, miserias y asesinatos bestiales, los engaños sórdidos y el crimen absurdo, en suma, el frío sarcasmo implícito en el tono mismo de la narración. Pero, pese a todo, por implacable y desilusionada que sea su indagación, Ayala no cae en el nihilismo, pues la cínica brutalidad y el egoísmo grosero y cerril de algunos de sus personajes, llegan a mostrar, aunque sólo sea un instante, una brizna de nobleza precisamente al tocar el fondo de su miseria.



 En su narración “El rapto” (1963), plantea una magnífica indagación sociológica, impregnada de melancolía, acerca de la juventud española que trabaja en el extranjero y de su desinterés sobre la guerra de España, ajena al impacto producido por tan triste suceso en las generaciones anteriores. En 1971 publica en España “El jardín de las delicias”, conjunto de relatos que mereció el Premio de la Crítica.

 A través de este largo proceso, cuyo viraje esencial marca la guerra española, haciendo pasar al novelista de la posición estética- que marca su época juvenil y que el mismo autor califica como “ jugueteo literario”-, a la ética y moralizante, sin embargo las calidades del escritor son en esencia las mismas, verdaderamente extraordinarias: una prosa flexible, en la que incluso el tema imaginativo ofrece un fresco sabor de habla viva; una lúcida inteligencia capaz de hacer fluir el relato y construirlo con acabada perfección, sin intervenir nunca con propósito apologético o demostrativo, antes bien, dejando siempre los juicios al arbitrio del lector.

 A su capacidad de contención, al dominio el lenguaje, une la fuerza de invención fabuladora, la riqueza de contenido humano y la gravedad hiriente del moralista. Lección redonda de integridad, de complejo equilibrio que funde en uno al gran escritor y al novelista verdadero.