Emilio Prados: Tres poetas distintos y un solo poeta verdadero



Tres poetas distintos hubo en Prados a juicio de J. Sanchis Banús. El jubiloso andaluz de la revista Litoral, el ardoroso combatiente, el poeta comprometido, interesado por el surrealismo bretoniano en lo que tiene de compromiso social y político y el poeta del exilio que, en México, oyera un día el eco de Dios en su conciencia, en un sobrecogido silencio interior, antesala de la muerte.

María Jesús Pérez Ortiz

Filóloga, catedrática y escritora

 Tres poetas, sí, pero sólo un poeta verdadero: “Cerré mi puerta al mundo;/ Se me perdió la carne por el sueño…/ Me quedé, interno, mágico,/invisible, desnudo como un ciego” (de “Cuerpo perseguido”). Es cierto que Prados fue un poeta del 27 más marcado por la tendencia surrealista de esta Generación que por la tentación que supuso para el grupo la poesía pura y los alardes del gongorismo. Fue sin duda un precursor de la poesía comprometida, pero también un poeta místico de anhelos infinitos y arrobamientos sanjuanistas.

 El poeta, de personalidad controvertida, que le lleva a frecuentes reclusiones en sus paraísos personales, ya gozosos, ya amargos, ve por primera vez la luz en Málaga, una incipiente primavera de 1899; año en que nace en Madrid el primer número de la revista ‘Vida literaria’, dirigida por Jacinto Benavente, y entre cuyos colaboradores figuraban Rubén Darío, Miguel de Unamuno y Antonio Machado, coincidente con Prados en su visión poética del tiempo; fue el año en que Sigmund Freud publica “La interpretación de los sueños”, tratando de exponer la importancia de su descubrimiento sobre el inconsciente y que dejaría marcados influjos en la poesía onírica de Prados. Un año, sin duda, de esplendor literario pues también vendrían al mundo el escritor estadounidense Ernest Hemingway y el escritor argentino Jorge Luis Borges.

 El mar de Málaga, su mar cercano, su mar pequeño y el sentimiento de la muerte prepararían las bases de la primera poesía de Prados editada a través de tres libros significativos: “Tiempo” (1925), “Canciones del farero”(1926) y “Vuelta”(1927), donde el poeta manifiesta una actitud contemplativa ante el paisaje-“si yo pudiera hacer malla/sólo haría red y hamaca”-, que le conduce a una visión poética de la Naturaleza como un equilibrado e incesante movimiento de vida en el Tiempo y en la que el ser humano se integra en armoniosa síntesis. Influido por el pensamiento de Heráclito y de Parménides, Prados contempla un mundo que vive en leve tránsito. Blanco Aguinaga considera que en estos libros son visibles las huellas de la poesía arábigo-andaluza y de la corriente francesa, desde Baudelaire hasta el surrealismo, que busca las “correspondencias” de la Naturaleza y de la otredad del ser.



 En “Vuelta” el poeta ha escrito: “Hay un milagro oculto en la presencia”, queriendo cifrar, conceptistamente, un proceso analítico que al mar respecta que podría definirse así: bajo la primera quietud que el mar nos ofrece a lo lejos se encuentra la actividad, y bajo ésta, la última quietud eterna... Intuición de una suerte de “eterno retorno”, circular, de una eternidad parminoidea, de un “hoy es siempre todavía” machadiano.

 Poco a poco vamos descubriendo cuáles son las notas que enmarcan este primer “paraíso” de Prados: una realidad no sometida a un tiempo destructor donde no existe una muerte absoluta y en donde todo es trasunto y transformación, que permanece. Un universo personal que alcanza su más exacta expresión en el largo poema “El misterio de agua”(1926-1927), donde poetiza los diferentes asedios del poeta a la naturaleza, a través de una pareja de contrarios, cielo y agua, día y noche, del paisaje malagueño, y la luz que envuelve el incesante palpitar y alternarse de aquéllos, hasta conseguir esa hermosa síntesis de contrarios, ese cuerpo totalizador, esa unidad integradora que son por encima de sus apariencias diversas. Estructurado en cinco “milagros” que llevan a una única conclusión: vida y muerte son dos caras sólo al parecer contrarias del espejo del tiempo. Sin embargo, esta afirmación, esta comunión con la Naturaleza no está exenta de duda, una duda existencial que se acentuará a partir del libro “Cuerpo Perseguido”, donde el poeta rompe-con la aparición del amor humano-la perfecta armonía vislumbrada en el Cuerpo de la Naturaleza, porque, según Blanco Aguinaga, “la otredad del prójimo, su conciencia propia, se da en un cuerpo por el que no es posible perderse como puede el contemplativo perderse en el cuerpo ajeno, pero no enemigo de la Naturaleza”. Un momento de crisis interior que parece encontrar solución en un auténtico apostolado social que el poeta pone en marcha entre los marineros de El Palo y El Sindicato de Artes Gráficas de Málaga. Comienza su vertiente de compromiso político y social con los poemarios “Andando, andando por el mundo”, “Calendario incompleto del pan y del pescado”, donde encontramos los más hermosos poemas sobre la miseria en tierra andaluza: “Viento negro/trae la mar alborotada…”//”Mediodía./Sobre el campo,/hambre parada, hambre fría…”…Años de profunda decepción personal y de frecuentes aislamientos. “¿Para qué está tu sangre sino para arrastrar guijos o légamo del pozo?”, dice en “La voz cautiva”, el libro más pesimista de este momento.



 1939, exilio, Méjico. Son años de desarraigo y de lamentos... Emilio Prados, lírico de la muerte y de la soledad, poco después de su llegada a América escribió: “Quien quiera estar vivo/empiece a morir” Y su mar se tendió sobre la arena a esperar…”¿Luna tendida en el monte?/ ¡Luna de pie sobre el mar!/…Y el corazón, que va y viene/remando en la soledad…”. La tierra y el mar perdidos se hacen presencia obsesionante. La primera muestra importante de la nueva andadura poética es “Mínima muerte”, libro que, en palabras de Blanco Aguinaga, “arranca de la soledad negativa en que se halla Prados entre memorias de lo muerto y avanza hacia un voluntario recogimiento interior que será germen positivo de más vida hacia fuera de sí mismo”. Se acusan la presencia de los símbolos y el conceptismo expresivo de la mística. Un camino para resolver el antagonismo vida-muerte, que obsesiona a Prados desde su profundo sentimiento de desarraigo. La muerte es la forma mínima de una verdad interior, que es vida, heredera continua de sí misma.

 Poeta de la muerte le definió María Zambrano. Poeta de una soledad honda y creciente hasta llegar a la conciencia de su propio deshacimiento: “Hubiera preferido nacer/a espaldas de la muerte/bajo ese enorme mar ilimitado”. Pero no se abandonó a un nihilismo desintegrador sino a un deliberado ascenso hacia el infinito:- “¡Cuidadme a los hombres que el corazón se rompe!-, o a una entrega a la totalidad viviente para liberarse de la absurda nada, que encuentra su más alta expresión en “Signos del ser”, canción a la realidad eterna y suprema de la vida a través de su propio yo.

 El 24 de abril de 1962 murió en Méjico este poeta malagueño. Allí se quedó Prados después de vivir heroicamente su soledad; una soledad anhelada para su poesía y para él. “Yo tengo que vivir y morir solo”. Renunció a recorrer el tiempo para quedarse dentro de él, a riesgo de ahogarse en su infinitud. Mas encontró el centro de su tiempo, ese centro en el que el tiempo se abre hacia las galerías profundas del alma y hacia el infinito.

 Juan Rejano, otro poeta andaluz en el exilio como Prados, le dedicó esta hermosísima semblanza: “Unió siempre el poeta Emilio Prados, en difícil maridaje, la lucidez y la gracia, la sobriedad y la riqueza, el rayo de lo espontáneo y la virtud crítica de la laboriosidad. Fue sentencioso y melancólico, como un campesino bético, y su verso, perfecto como un trébol, trémulo de interior musicalidad, aunque expresara ansias universales, escuchó y recogió siempre el eco de la canción tradicional andaluza, como un tributo a la tierra de origen, a la sangre y al misterio más recóndito que en ella se aposenta”.