Espacio Literario abierto.
La niña de humo
La niña de humo sueña con desvanecerse,
como la bruma al alba,
ser apenas un suspiro en la memoria del viento,
perder su forma entre luces tenues
y bailar libre, sin peso ni tiempo.
No quiere raíces ni nombre en la tierra,
solo ser eco, reflejo, estrella,
una sombra suave entre las ramas,
una historia que nadie recuerda.
Se esconde en espejos empañados,
habita los bordes de los sueños ajenos,
y cuando alguien intenta tocarla,
ya es niebla, ya es cielo, ya es lejos.
La niña de humo no quiere quedarse,
le duele la tierra como a los pájaros el agua.
Se alza sobre los tejados del alma
y vuela…
sin alas, sin cuerpo,
solo un temblor que acaricia.
Tiene labios de ceniza
y mirada de crepúsculo,
como una brisa que apenas roza
y en el pecho deja un nudo.
La aman sin poder tocarla,
como se ama lo que nunca se tuvo
pero se siente.
Yo la vi… mas no la toqué,
pues al alzar mi suspiro,
se fue… como va el rocío
cuando despierta la fe.
Cuando la abrazas, parece que se te escapa,
pero a veces —solo a veces—
vuelve con olor a lluvia,
con una sonrisa entre los pliegues del alma.
La niña de humo sangra en lo invisible.
No es niebla, es herida.
Se dice: desaparecer es un arte,
y se borra, lentamente,
como quien deja de ser
para doler más hondo.
Camina ligera, con su falda de viento.
La quisieron encerrar,
ponerle nombre, darle un hogar,
pero ella eligió la niebla
y no la jaula.
La niña de humo se me fue del pecho,
como se va la sangre herida en guerra.
Tenía el alma hecha de llama y viento,
y un dolor tan hondo como la tierra.
La quise con los puños apretados,
con hambre, con sudor, con mi ternura.
Pero el humo no se agarra entre los dedos.
La niña de humo cruzó el sendero,
como un suspiro en la tarde vieja;
se deshacía en la bruma ligera,
como el alma de un sueño viajero.
No dijo adiós. Dejó su sombra
junto a la fuente del campo yermo.
Y yo la vi —como se ve el recuerdo—
ir caminando sin dejar huella.
Al fondo de un beso sin boca
Al fondo de un beso sin boca
me besa, sin beso, la pena
que no supe parir.
Al fondo de la boca,
ya ni boca,
ya ni pan, ni madre.
Y yo, con las manos rotas,
me persigno
besando los besos que bajan,
como panes sin trigo,
como un Cristo sin cruz,
como una cruz sin cuerpo.
Al fondo de un beso sin boca,
la noche me respira con su aliento frío.
Soy la sombra temblorosa del deseo
que no tuvo cuerpo.
Al fondo de una boca sin beso,
la palabra se suicida en el borde del silencio.
Y en el centro ardido de la herida,
me beso
con labios de nadie
y lengua de abismo,
húmeda de ausencia.
Al fondo de un beso sin boca,
nace un silencio
que me envuelve con manos invisibles.
Al fondo de una boca sin beso
palpita la sed de todos los instantes
que no fueron eternos.
Y yo, leve como un pétalo suspendido
en el aliento de un adiós,
me disuelvo
como niebla al contacto de la piel.
Al fondo de un beso sin boca,
te espero con los ojos cerrados,
porque ya no se puede besar de frente
sin recordar todas las veces
que no nos besamos.
Al fondo de una boca sin beso
hay palabras que no se atrevieron
a rozar el aire con un “te quiero”.
Y mientras tanto, yo,
besando los besos que me besan,
como quien repite el eco
de una caricia vieja,
por si todavía duele menos
cuando vuelve.
Al fondo,
besando los besos que me besan.
Hundido en el susurro tibio que deja tu aliento,
rozando los ecos de labios que tiemblan
sin carne, sin tiempo,
sin destino.
Allí donde el pulso no sabe de cuerpos,
donde la piel arde sin ser tocada,
mi boca se abre en un silencio sediento,
mi voz se derrama
como agua entre los dedos.
Al fondo del beso que nunca comienza,
al filo del tacto que siempre se escapa,
te encuentro sin verte,
me pierdo sin falta.
Y todo se vuelve deseo sin forma,
latido sin sangre,
un beso que flota
en la hondura callada
del alma que nombra.
Jesús Pérez Peregrina, Jayena.