La Venta de López



 Allí está, ¿la veis…? Aquellas ruinas son todo lo que queda hoy, tras casi cincuenta años de abandono, de la en otros tiempos afamada Venta de López de Játar. Sus muros albergaron muchas historias, algunas de las cuales aún se recuerdan en la Comarca.

 Para mi gusto, hay pocos lugares que ofrezcan una panorámica tan bonita de la Almijara como el mirador del Portichuelo. Desde allí la silueta del Cerro Lucero, afilada y desafiante, destaca sobre todas las demás -el Lucerillo, el Cerro de la Mota, el de los Frailes-, sobresaliendo por encima de los bosques de pino resinero. Pero desde el Portichuelo también se pueden ver, si nos fijamos bien, unas ruinas que se asientan en el centro de aquella planicie verde rodeada de barrancos y montañas escarpadas. Esas paredes, en las que aún se aprecian los restos de incontables capas de cal, son todo lo que queda de la en otros tiempos afamada Venta de López, de Játar, tras casi cincuenta años de abandono. Pero a pesar de eso la casa aún muestra, a quien quiere verlo, su antigua personalidad: se aprecia en el grosor de los tabiques y el tamaño de las habitaciones, en la arqueada boca de ladrillo del horno, en la amplia era empedrada frente a la puerta de la casa... no es difícil imaginar cómo debió ser en otra época, cuando representaba el epicentro de un modo de vida que ya -casi- ha desaparecido.

 Aunque a primera vista la Venta de López parece aislada y lejos de todo, en realidad apenas se encuentra a cuatro kilómetros de la localidad de Játar. El sendero que nos lleva hasta este lugar -que recientemente ha sido restaurado y señalizado- se conoce y transita desde tiempos inmemoriales, al ser uno de las pocos pasos que comunicaban antiguamente las provincias de Granada y Málaga atravesando la sierra de la Almijara por el Puerto de Cómpeta. Durante siglos, este camino fue testigo del paso de arrieros, jornaleros, leñadores, pastores con sus animales y viajeros de todo tipo que iban y venían continuamente, durante todo el año, ya fuese de día o de noche, lloviendo o haciendo sol. La Venta de López se encontraba -y se encuentra aún, aunque ya a duras penas- a la orilla de la vereda, de manera que todo el que utilizaba esa histórica vía de comunicación terminaba pasando por la misma puerta del cortijo.
 
 Hace unos meses tuve la gran suerte de ver dos preciosas fotos, bastante antiguas, de este lugar en sus buenos tiempos. Las ruinas de hoy eran ayer una gran casa de labor con varias viviendas, pajar, "tinao" y corrales, y según se cuenta, también fue una finca bastante próspera, con abundante ganadería y buenas tierras de cultivo. Varias han sido las generaciones de familias que han habitado allí, pues se tiene constancia de la existencia del cortijo al menos desde mediados del siglo XIX. Pero con la decadencia de la vida en el campo y la emigración de la población rural hacia zonas urbanas, quedó abandonado a su suerte, como tantos otros lugares. Entonces la casa y sus dependencias, que durante mucho tiempo ofrecieron comida y posada a propios y extraños, se han ido desmoronando hasta quedar reducidas a lo que son hoy, porque cuando una casa se queda vacía se cae irremisiblemente, como si fuese consciente de su desamparo.

Virginia la del Mocho

 Un año y medio hace ya que conocí a Rosa Mediavilla Márquez, de Játar. Ella me contó que tres generaciones de su propia familia vivieron en la Venta de López; algunos nacieron e incluso murieron allí. Durante más de sesenta años la venta fue su hogar, hasta que un cambio de propietario de la finca -una increíble ironía del destino, además- los obligó a marcharse. Gracias a mis charlas con Rosa supe que su bisabuelo, Carlos Márquez Castillo, un sencillo peón caminero, fue el primero de los suyos en establecerse en Venta de López como agricultor y ganadero en régimen de arrendamiento, alrededor del año 1902. Allí pudo prosperar criando mulos para la arriería y las labores agrícolas, y con su trabajo convirtió el cortijo en una productiva finca. Aparte de eso, en la casa se ofrecía diariamente posada y comida -sin cobrar nada por ello- a todos los viajeros que iban en tránsito de un pueblo a otro a través de la sierra y necesitaban descansar. Rosa y sus padres, Juan Mediavilla y Rosa Márquez, me contaron a lo largo de varias conversaciones cómo era la vida cotidiana en la Venta de López, y también me hablaron de sus habitantes. De todos ellos, me llamó la atención la historia de Virginia Arrabal Mediavilla, más conocida en Játar por Virginia la del Mocho.


Virginia, hacia 1943
 
 Corrían los penosos años de la posguerra española. Eran tiempos difíciles para todos, pero sobre todo para los habitantes de las zonas rurales, especialmente en las sierras de Tejeda, Almijara y Alhama, y la Venta de López no fue una excepción. La familia de José María Márquez Ruiz, hijo del antiguo peón caminero y abuelo de Rosa, necesitaba ayuda en el cortijo, pues su mujer no podía sola con el trabajo que daban sus nueve hijos, la casa y las tareas de una venta que daba de comer y acogía a diario a decenas de personas. Así que escogieron a Virginia, una 'mozuelilla' de Játar que por aquel entonces tendría unos quince años, porque se trataba de una chica buena y formal, a la que todo el mundo en el pueblo apreciaba; también era alegre y bromista como ella sola, y tan cariñosa con los niños que éstos sólo querían estar con ella.

 Durante varios años, Virginia se encargó de los niños del cortijo y de algunas faenas menores en la casa; ganaba quince pesetas al mes y aparte se le compraban los vestidos, alpargatas y delantales que iba precisando. Cada cierto tiempo bajaba al pueblo para ver a su familia. Tan bueno era su carácter que todos en la Venta de López se encariñaron con ella: comía, dormía y vivía con la familia como una más. Con el paso del tiempo la chica creció y ella y Manuel, el cabrero del cortijo, se hicieron novios. Pero muy pocos conocían este detalle, pues los dos enamorados quisieron llevarlo en secreto. Virginia sabía que sus padres no aprobarían ese noviazgo con Manuel -él era mucho mayor que ella y ya tenía un hijo de otra relación-. Sus patronos lo sospecharon, pero no dijeron nada a nadie porque sabían que si descubrían esa relación los padres de Virginia se la llevarían de vuelta al pueblo, y nadie en la venta quería que ella se fuese. Pero inevitablemente se supo con el tiempo, y tal y como todos temían Virginia tuvo que dejar la Venta de López y volver a la casa de sus padres. Aun así, consiguió que poco a poco su familia aceptase a Manuel.

 Él iba a visitarla a su casa todos los domingos. Cuando Virginia cumplió los veintitrés años comenzaron los preparativos para su boda, y muy ilusionados ambos fueron preparando y equipando una casita en Játar, donde se instalaría el nuevo matrimonio. Pero un día Virginia se sintió mal. Le dolía la garganta, y con el paso de las horas empezó a encontrarse peor; tanto, que tuvo que meterse en la cama. Pasaron los días; el médico le cambiaba los tratamientos una y otra vez, pero Virginia no mejoraba. Llegó la Navidad y las calles de Játar se llenaron de niños que cantaban por las calles villancicos a voz en cuello, tocando sin parar sus toscas panderetas y zambombas. Virginia previno a su familia: tenían que prepararse porque ella estaba segura de que se iba a morir, pero nadie quiso escucharla; ninguno quería ver lo que ya era evidente. Llamó entonces a Manuel y le dijo: "A todas las novias les echan trigo el día de su boda, pero a mí me echarán lazos porque estaré muerta… tú coge un caracolillo de mi pelo y lo atas con uno de esos lazos, para que lo tengas de recuerdo mío". Y no se equivocaba. La misma mañana del día de su boda, tras diecinueve días enferma, Virginia amaneció inerte en su cama, como una muñeca rota. Era el año 1947.

 Su funeral aún se recuerda en el pueblo. Don Claudio, el cura, dispuso que el día de su entierro no se cantasen villancicos, y que su féretro recorriese las calles de Játar en sencilla procesión, tras el estandarte de la Hermandad Hijas de María, a la que la muchacha había pertenecido. Virginia dio su último paseo a hombros de sus compañeras y durante todo el recorrido, como era por costumbre en la época cuando moría un niño o una muchacha, se lanzaron sobre su ataúd lazos de seda de todos los colores. Manuel recogió uno de esos lazos y lo guardó toda su vida, junto con un mechón de pelo de Virginia, tal como ella le dijo.

 El cabrero no la olvidó nunca. Durante un tiempo más siguió frecuentando la casa de los padres de su antigua novia, mientras les decía:" Es que me parece que si vengo aquí, la voy a ver otra vez". Cuando pasaron unos años se casó, y andado el tiempo, formó su propia familia. Y a todos les relataba sobre su corta historia de amor; tan es así que sus propias hijas conservan con cariño un retrato de ella en la casa. Mucho tiempo después, el día que a Manuel también le llegó su hora -ya muy mayor- su familia descubrió, guardado muy enrolladito en el bolsillo de su chaqueta, un cinturón de tela que había pertenecido a un vestido de Virginia.

 Dice Rosa que hay algunas personas que parece que "tienen azuquíllar", porque atraen y endulzan la vida de quienes que se acercan a ellas. Tras escuchar esta historia de boca de su propia hermana, Lola Arrabal Mediavilla, estoy segura de que Virginia fue una de esas personas, pues todo aquél que la conoció y trató con ella la recuerda con cariño, aunque hayan pasado tantos años desde que se fue.

 
Lola, hermana de Virginia
 
 La vida sigue, y continuó para todos en la Venta de López. Unos años después, la casa y los terrenos se pusieron en venta y fueron adquiridos por un abogado de Granada. Eso supuso la marcha forzosa de la familia de Rosa, y tras el cambio de propietario, la vivienda fue pasando de mano en mano hasta que, en los años sesenta del siglo XX, su último habitante, un solitario vaquero llamado Tomás, cerró la puerta de aquella casa por última vez. Hoy la propiedad forma parte del Parque Natural de las Sierras de Tejeda, Almijara y Alhama, y se ha convertido en una de las rutas de senderismo más populares de esa zona.

 Para mí, la Venta de López y su entorno son un lugar casi mágico. Tienen algo; no sé lo que es pero yo lo noto, y creo que no soy la única. La primera vez que estuve allí sentí, incluso desde lejos, esa atracción, como si un lazo invisible tirase de mí y me acercase inevitablemente a aquel lugar. Quizá esa fascinación -casi instintiva- por la Venta de López tenga algo que ver con la que mi propio abuelo también sintió una vez, hace ya muchos años, por estos mismos parajes.

 La historia de Virginia es sencillamente una más de las muchas que podrían contar las derruidas paredes de la Venta de López, si pudiesen hablar. Es probable que la suya no sea la mejor ni la más interesante; qué sabemos de todo lo que vivieron, lo bueno y lo menos bueno, tantas personas como pasaron por aquella casa.

 Contaba Lola que a su hermana Virginia le gustaba la música y sabía bailar muy bien, y que sus amigas del pueblo le inventaron una coplilla -creo que era la letra de un fandango- que decía así:
 
"Tienes un novio cabrero
que es lo que tú querías,
para beberte la leche
de las cabrillas floridas."

Y que siempre que se la cantaban, Virginia sonreía.



 Gracias a los testimonios de Lola Arrabal Mediavilla y Rosa Mediavilla Márquez.

 Fotos de Manuel Carlos Luengo Navas.