La trilla tradicional regresa al Robledal Alto

El pasado seis de julio se llevó a cabo una demostración de trilla tradicional en las recién restauradas instalaciones de la Zona de Acampada Controlada de El Robledal, en el término municipal de Alhama de Granada. Una interesante actividad que, durante unas horas, trasladó a los asistentes a una época pasada, muchos años atrás.

Antiguos aperos de labranza -horcas, palas, rastrillos y escobones- esperan pacientemente para ser utilizados (foto de José Manuel García)

 A unos kilómetros de Alhama de Granada se encuentra la Zona de Acampada Controlada (ZAC) de El Robledal, que constituye uno de los rincones más conocidos del Parque Natural de las Sierras de Tejeda, Almijara y Alhama. En la actualidad amplios prados de herbáceas y cerrados pinares resineros pueblan su paisaje, ubicado al pie mismo de Sierra Tejeda, ocupando un territorio donde no hace mucho tiempo todo eran campos de labor y donde se levantan todavía varios cortijos que dan fe de un glorioso pasado rural. Algunos de esos caseríos son ya poco más que un montón de tejas y piedras; otros, más afortunados, fueron fielmente reconstruidos por los descendientes de quienes ocuparon esas casas y trabajaron sus tierras.

 Uno de los que no tuvieron la fortuna de ser restaurados y volver a una vida útil es el cortijo del Robledal Alto. Por lo que puede apreciarse se trató de una casa grande, de proporciones armónicas, planta cuadrilonga y anchurosa y altura de dos pisos, cuyas puertas y ventanas se abrían de par en par a los aires montaraces; al perfume del romero y la mejorana en lo más alto del verano y al de la hojarasca seca, las ramas desnudas y la tierra helada en los largos inviernos antiguos de la sierra. Una sólida casa de familia, con escaleras desgastadas por pasos conocidos y paredes en las que resonaban las regañinas de los abuelos y las risas de los niños. Generaciones de labradores y pastores primero, y de guardas de monte después, se cobijaron bajo su techo hasta que el cortijo quedó desocupado definitivamente a principios de los años ochenta del siglo XX. Los alrededores de la casa hablan también de su antigua importancia: fuentes, estanques, corrales, pajares, horno, perreras y varias eras atestiguan que aquella fue, en verdad, una buena hacienda. Pero han llovido muchos años desde entonces.

Cortijo El Robledal Alto, hoy en estado ruinoso

 Todas las casas de campo como la que nos ocupa contaban con eras, un terreno donde tenía lugar la principal de las faenas agrícolas: la trilla. Las eras constituían espacios más o menos grandes y llanos, construidos en un lugar abierto a todos los vientos -condición indispensable para su función- y generalmente de forma redonda o aovada, aunque también existían cuadradas. Su superficie podía ser de tierra apisonada o, más comúnmente, estar empedrada. La trilla, la labor más importante para un labrador, era una actividad intermedia entre la siega de la mies en los campos, la molienda del grano en los molinos y la cocción del pan en los hornos. La era representaba, casi antes que un espacio de trabajo, un enlace entre dos mundos: el de las sembraderas, donde todo esfuerzo era poco para sacar las cosechas adelante, y el de las casas, donde por fin se almacenaba el valioso grano en los atrojes y luego se consumía en forma de pan, el alimento antiguo por excelencia, indispensable en las mesas de nuestros abuelos; símbolo de la fecundidad de la tierra, sostén básico de la vida y sabrosa recompensa tras el duro esfuerzo. 

Bella imagen aventando y cribando en una era del Robledal, a mediados del siglo XX. Con camisa negra Antonio Palomino Rodríguez, labrador y ganadero que vivió en el cortijo Robledal Alto con su familia (foto del archivo de Remedios Palomino Márquez)

 Las eras se aprovechaban asimismo como espacios comunes donde las conversaciones iban y venían y se estrechaban las relaciones humanas, del mismo modo que sucedía en los molinos, los lavaderos, las almazaras y los hornos. Normalmente cada familia se construía su propia era; muy pocos eran los que no tenían y en esos casos solían hacer uso de la era de algún familiar. Toda la familia –con frecuencia hasta los vecinos- se reunía alrededor de las eras en tiempo de cosecha, participando de la satisfacción del trabajo bien hecho ante los haces de grano recién segado, y colaborando cada cual en las faenas que le correspondiesen según su edad. Cuando las eras quedaban más lejos de las casas las mujeres, hijas y hermanas de los labradores se encargaban de llevarles la comida cada mediodía y al atardecer, y esporádicamente ayudaban en las tareas menos exigentes, como el aventado. La temporada de la trilla abarcaba de junio a septiembre: principiaba con las habas al comienzo el verano, continuando con la cebada y el trigo en julio y agosto y concluyendo con los garbanzos, lentejas, yeros y otros, en septiembre. 

 El cortijo del Robledal Alto contaba con varias eras, dos ubicadas junto a la casa. Una de ellas revivió el pasado seis de julio una trilla al uso tradicional, promovida por Rodolfo García Cámara. Con esta iniciativa se quiso resucitar, por un día, el espíritu de esa actividad centenaria, aprovechando la circunstancia de que la Delegación Territorial de Desarrollo Sostenible de Granada y la Agencia de Medio Ambiente y Agua (AMAYA), dentro del programa de mantenimiento de los equipamientos de Uso Público, han restaurado recientemente la Zona de Acampada Controlada de El Robledal.

Era empedrada y trillos antiguos (Foto de José Manuel García)

 Las casas, los hombres y mujeres del campo, las tierras, los animales; todos formaban parte de una comunidad indisoluble en la que se compartía lo que se tenía, especialmente los saberes atesorados durante muchas generaciones; prácticamente no podían pasar los unos sin los otros. Sin duda eran tiempos más civilizados que los actuales. En esa comunidad los animales domésticos poseían especial relevancia: de ellos dependían trabajo y alimento. Destacaban las caballerías, que resultaban tan imprescindibles para las gentes del campo como el techo bajo el que dormían. La posesión de mulos, burros o caballos significaba prestigio e independencia económica, aparte de que implicaba también una mejor posición social respecto de quien no los tenía. Podía decirse que quien contaba con un mulo contaba también con un medio infalible para ganarse el pan. Y de la misma manera que los cuidaban como si fuesen uno más de la familia era igualmente importante llevarlos, especialmente en las grandes ocasiones, adecuadamente enjaezados: una caballería sucia, maloliente, mal alimentada o descuidada en sus aparejos era sinónimo de un amo igualmente negligente y poco responsable.

 Por eso y como no podía ser de otro modo, dos hermosas mulillas alazanas son hoy las principales artífices de la trilla en el Robledal; ambas con la misma altura, pelo y hechuras, como si fuesen hermanas, cruces de asno con percherón francés: Española, de diez años de edad y propiedad de Laureano, de Arenas del Rey, y Cordera, de ocho años, propiedad de Manuel, natural de Játar. Rollizas ambas por el buen comer y de pelaje brillante por el buen vivir, confiadas por el buen trato y dóciles hasta el extremo porque les viene de casta, las dos se convertirán en las protagonistas indiscutibles del día.

Española
Cordera

 La jornada comienza con la llegada -entre algunos más- de unos invitados de excepción: los alumnos del CEIP Cervantes de Alhama de Granada, integrantes de las Escuelas de Verano de esa ciudad. Un animado grupo de alrededor de treinta y cinco niños y niñas entre los ocho y los doce años de edad, que serán los privilegiados espectadores de una labor agrícola ancestral, casi relíctica ya, de la que es probable que hayan oído hablar a sus abuelos e incluso puede que también a sus padres, pero que resultará totalmente nueva a sus ojos.



Chicos y chicas atendiendo a las explicaciones de Rodolfo García Cámara (foto de José Manuel García)

 La actividad como tal se inicia en el aula manjoniana de la Zona de Acampada con una breve y amena explicación acerca de lo que verán esa mañana por parte de Rodolfo García Cámara, de Uso Público. Mientras tanto, personal del Parque Natural junto con Laureano y Manuel, los dueños de las mulas, y Pedro, otro lugareño sabio en faenas agrícolas, se aprestan a cargar a Española, perfectamente enjaezada para la ocasión, con sendos haces de cereales traídos ex profeso para este día. Valiéndose de técnicas que aprendieron de sus padres y abuelos Laureano, Manuel y Pedro sujetan la carga a la perfección y la dejan lista para ser paseada alrededor de la era, mientras Rodolfo vuelve a tomar la palabra para explicar al menudo público, situado ya en las márgenes de la era, en qué consistía la antigua tarea de barcinar. Después de la siega, los barcinadores trasladaban las gavillas de trigo, cebada, avena, garbanzos, lentejas o de lo que fuese hasta la era. Para ello contaban con carros y remolques que transitaban por los caminos que estaban en buenas condiciones. Pero cuando ese traslado pasaba por terreno más difícil eran los caballos, mulos y burros los que cargaban el cereal. Era muy importante que las gavillas estuviesen bien atadas y colocadas y no se moviesen por el camino, ya que en caso contrario podían deshacerse y desparramarse por todas partes. 

 Luego de cargar a Española y ofrecer otra breve explicación, se procede a dar varias vueltas alrededor de la era con la mula sujeta por el ronzal para que los pequeños espectadores puedan hacerse una idea –aproximada, claro está- de cómo fue el traslado del cereal desde los campos hasta las eras.

Cargando a Española con gavillas de cebada
Haciendo la carga (foto de José Manuel García)
Atando la carga con cuerdas de esparto (foto de José Manuel García)

 Tras unas cuantas vueltas al ruedo -perdón, a la era-, siempre entre las amenas explicaciones de Rodolfo y sus ayudantes Laureano, Pedro y Manuel, se procede a descargar a Española de su aromática carga de cebada. Poco a poco van cayendo las gavillas a la era; luego hay que romper y deshacer esos haces de mies y extenderlos por el suelo, formando un círculo lo más equilibrado posible. Antiguamente había que evitar a toda costa mezclar haces de un cereal con otro -trigo, cebada o centeno, por ejemplo-, porque cada semilla se destinaba a una cosa distinta: a harina para hacer pan, o a grano para alimentar a los animales, o a la despensa para aviar suculentos potajes y pucheros. Una vez descargadas, deshechas y repartidas las gavillas por la era, alguien propone -también como se hacía antiguamente, cuando todo el mundo se levantaba con la amanecida- hacer un breve alto en la tarea para tomar un desayuno. Y todos, grandes y pequeños, se apuntan al nuevo plan con gusto, incluida la glotona de Española, que no desaprovecha la ocasión de disfrutar del sabor dulce de la cebada madura recién segada.

Laureano nos saluda mientras da vueltas a la era con la mula, “barcinando”
Descargando la mies en la era
Descargando la mies en la era
Hora de reponer fuerzas para los hombres…
…y para sus compañeras de faena

 Y entonces, ocurre. Porque así son ciertas cosas: sobrevienen cuando menos se esperan. Mientras todos disfrutan, entretenidos, de su pitanza, toma cuerpo un pequeño milagro; un momento breve y mágico se ha instalado ante todos sin que nadie se percate de nada. El tiempo se ha detenido y dado marcha atrás. Los años no han pasado, no miremos más allá: tampoco el cortijo del Robledal Alto está en ruinas, ni desacotadas y baldías sus hazas, ni mudos sus corrales. En la era, ahí están, ¿no los veis? esperan pacientes la mula y el trillo para continuar con su trabajo. Sobre nuestras cabezas, en pleno vuelo, cantan los abejarucos viajeros. Se trata, nada más –y nada menos-, que de otro verano en el que, como siempre se hizo, se va a trillar una carga de mies… 

Una estampa bucólica y evocadora, propia de otros tiempos

 Terminado el descanso, continúa la actividad. Ya están listas las dos mulillas; Española, libre de su albarda, y Cordera a su lado, porque van a pisar con sus cascos los tallos de cereal para ir rompiendo los más gruesos gracias a su peso y facilitar así la labor del trillo, que vendrá a continuación.

 Había antiguamente varios tipos de trillo. Los más primitivos consistían en unas tablas ensambladas entre sí, con lascas afiladas de pedernal o sílex en la base. Sobre esa base se colocaba de pie el trillador, que mantenía el equilibrio como un experto equilibrista, ayudando con su propio peso a cortar las espigas. El conjunto era arrastrado por la mula, que giraba alrededor de la parva sin descanso, las veces que fuesen necesarias, hasta que quedaba perfectamente separado el grano de la paja. Andado el tiempo los trillos perfeccionaron su diseño para ser más rápidos y eficaces, pasando a contar con rodillos de cuchillas de hierro dispuestos en hileras paralelas. Estos nuevos trillos tenían además un asiento de madera en el que se podía ir con bastante comodidad. 

 Un buen trillado requería mucha destreza: el resultado había de ser perfecto. Cada cierto número de vueltas los ayudantes del trillador volteaban la parva con horcas de madera para que la mies fuese trillada de manera homogénea. Solía también empujarse lo trillado desde la parte exterior hacia el centro de la parva con rastrillos de madera, y cuando el cereal estaba ya muy hecho se volvía a voltear con palas planas de madera para ir separando el grano de las espigas y las cáscaras. Y mientras todos se afanaban en su labor -al fin y al cabo la trilla era un momento de contento general-, si la cosecha había resultado buena, era común, entre vuelta y vuelta sobre el trillo, entonar alegres coplillas. Motivos de celebración tenían de sobra: por ese año los atrojes estarían llenos de grano, ya que las tierras de sembradura agradecen los cuidados y devuelven el favor en forma de cosechas.

 Española y Cordera, siempre atentas a las órdenes del trillador, pasan a la parva pisoteando en círculos al exhorto de sus amos, para después ser enganchadas a los trillos –primero al plano, después al de ruedas- y terminar su labor tirando de aquéllos hasta que el trillador decide que el proceso de trillado ha concluido.

Pisando la parva
Pisando la parva
Con el trillo plano
Y, si se pierde el equilibrio, toca agarrarse de la cola (foto de José Manuel García)
Con el trillo de ruedas paralelas (Foto de José Manuel García)
Con el trillo de ruedas paralelas (Foto de José Manuel García)

 Una vez rematado el proceso del trillado, la parva se acumulaba en el centro barriendo con escobones hechos de ramas, formando un gran montón en el que estaban mezclados grano y paja. A continuación seguía el aventado, que se llevaba a cabo con las horcas primero y las palas después. Era crucial que el aventado se realizase en un día de viento suave y permanente, sin rachas fuertes ni asomo de lluvia. Decían los antiguos que el viento del norte no servía porque se llevaba consigo grano y paja; tenía que ser viento del sur, y siempre el de la tarde. La parva se iba lanzando hacia arriba a paletadas de manera que el viento se llevase lejos la paja, más liviana, y dejase caer los granos, más pesados, a los pies del aventador, quedando al final dos montones: el de paja y el de grano, que se llamaba “pez” por su aspecto de forma ahusada. 

 Después del aventado llegaba el cribado. Realizado con grandes cribas o cedazos, despojaba al cereal de toda traza de cáscara o brizna de paja, tierra, pequeñas piedras o insectos, dejándolo perfectamente limpio y listo para ser metido en sacos y llevado a los atrojes de los graneros.

 ¿Y qué se hacía con la paja que quedaba en la era? Pues solía almacenarse en lugares secos, preferentemente cerca de las cuadras de los animales, a los que servía de cama y alimento durante el invierno. También podía utilizarse, a falta de un material mejor, para rellenar colchones. 

Barriendo y amontonando la parva antes de aventar
 Aventando el cereal
Aventando el cereal

 Con el aventado, la demostración de la labor tradicional de la trilla llega a su fin. Ha resultado tan ilustrativa y entretenida como se esperaba; los organizadores están satisfechos. Niños y niñas, tras dispersarse unos minutos, se reúnen luego junto a sus tutores de la Escuela de Verano para regresar a Alhama. Española y Cordera descansan, tranquilas y frescas, bajo la sombra de un enorme pino resinero. Los aperos de labranza aguardan también su recogida, apoyados en el suelo. En el aire flotan todavía el aroma del cereal cortado y miríadas de diminutas partículas de paja en suspensión, iluminadas por los rayos oblicuos del sol de la tarde. La era se va liberando de aparejos, cuerdas, trillos y todos los útiles empleados durante la mañana. Ahora toca esperar a que llegue el rebaño de ovejas que dará buena cuenta de los montones de grano y paja resultantes, puesto que, lógicamente, esto no ha sido una trilla real, aunque sí parecida. Al menos todo lo parecida que ha sido posible, dadas las circunstancias.  

Hasta la próxima vez
¡Buen trabajo, chicas!
Sobrantes de paja y gavillas que servirán de alimento a las mulas, justo premio a su colaboración
Canta la fuente del cortijo Robledal Alto, convertida en abrevadero para los animales

 Gradualmente el cortijo y sus alrededores se quedan tranquilos y en silencio. La soledumbre se adueña, otra vez, del Robledal Alto; al fin y al cabo, el campo es un vaciadero desde que sus habitantes tomaron hace años el camino de la ciudad. Solo el agua de la fuente, entonando desde el pilar su eterna cancioncilla, acompaña a las ruinas mientras esperan, como siempre, a que llegue otra noche limpia y cuajada de estrellas. ¿Volverá este lugar a ser testigo de una trilla? Es posible que sí, ya que ha quedado en el ánimo de muchos el repetir la experiencia. Pero también es posible que no, porque la auténtica gente de campo y sus animales son, desde hace tiempo, una especie en serio peligro de extinción: cada día quedan menos. Y sin ellos y su inestimable legado de ciencia serrana, nuestra tradición rural –parte esencial de nuestra cultura- se perderá. 

 Pero, hoy por hoy, una cosa es segura: a los pequeños de la Escuela de Verano de Alhama de Granada, que serán los ciudadanos del siglo XXI, la experiencia de participar en una trilla tradicional les ha encantado. Y eso ya constituye, en sí, un gran paso hacia su conservación.

La pequeña Paula sonríe, llevando del ronzal a Española

Texto y fotos: Mariló V. Oyonarte.