(Continuación de la historia de María Quirosa Navas). La inmanencia de una mujer compasiva, voluntariosa y discreta, cuyo leitmotiv fue la entrega a los demás.
En la primera parte de esta historia habíamos dejado a la familia de María y José inmersa en un lance aterrador. Una partida compuesta por tres combatientes de la sierra o maquis, comandados por Manuel Fajardo Ruiz, apodado Senciales, se había adueñado del cortijo de Córzola y de la voluntad de sus habitantes, amenazando con asesinar a María delante de sus hijos y vecinos si José, el marido, no se avenía a entregar las siete mil pesetas que había cobrado recientemente, por la venta de sus chotos de primavera. Justo es señalar que Senciales y sus hombres, como muchos otros guerrilleros en Sierra Almijara, se encontraban en una situación extrema –cercados por la guardia civil, con muchos cortijos vacíos y, por lo tanto, sin el apoyo logístico con el que habían contado tiempo atrás, y acusando un agotamiento físico y mental que les impedía razonar y actuar en consecuencia–, que en los últimos tiempos del movimiento guerrillero los obligaba a huir hacia adelante y, lo que era peor, a toda velocidad.
Era indiscutible que un momento tan crítico requería un acuerdo de todos para progresar: unos por salir de la encerrona que suponía estar en el cortijo, a merced de quien pudiese llegar en un lugar tan al paso, y otros por salvaguardar la vida de María –y, por añadidura, las siete mil pesetas, que les hacían mucha falta–. Como no era de José el camino de la violencia al que quisieron arrastrarlo los maquis, comprendieron éstos que por ahí no había nada que hacer: se imponía escenificar un acto final razonable e inmediato para aquel drama. Entre todos, pues, acordaron el siguiente plan. Dejarían pasar tres días desde la visita de los maquis al cortijo; al cuarto día, dos mujeres de Córzola –se convino en que serían la propia María y una de sus vecinas, la mujer de un pastor– llevarían el dinero disimulado en el interior de un cesto de ropa, que entregarían en un punto concreto y fuera de la vista del arroyo Golondrinas. Debían aparentar que iban a lavar al río, y nadie podía acompañarlas. Sería una operación rápida: el cesto quedaría escondido entre unas matas, y los maquis lo recogerían en cuanto tuviesen la ocasión. Tal y como quedó dicho, Senciales soltó a María y él y sus hombres se esfumaron en un visto y no visto por el bosque de Córzola.
¡Pero, ca…! Nada había más lejos de la mente de José que entregar ese dinero –que a su familia le era absolutamente indispensable para pasar el invierno– a la gente de la sierra. No bien desaparecieron los maquis del cortijo, los corzoleños entraron en sus casas temblando y atrancando puertas y ventanas con ánimo de no salir hasta el día siguiente; José esperó a que se hiciera de noche y bajó al cuartel de la guardia civil de Jayena corriendo con todos sus pies en medio de la oscuridad, como si le persiguiera el mismo leviatán. Una vez allí dio parte de lo acontecido esa tarde en el cortijo, y la guardia civil, que venía siguiendo muy de cerca el rastro de Senciales y los suyos –los sabían casi sin medios, aislados y, por lo tanto, vulnerables–, decidió que dos de sus hombres acompañarían a José de vuelta a Córzola, donde se quedarían apostados unos días para vigilar los alrededores y trazar un contraplan, que habría de sustituir al proyectado por los maquis con el propio José.
Tal cual se pensó, se hizo. Los dos días siguientes los pasaron los guardias ocultos en el interior del cortijo, acechando el eventual regreso de esa partida de maquis –o de cualquier otra, que todo podía pasar–. Las familias de Córzola sobrellevaban la situación lo mejor que podían, encogidas de imaginar que se desencadenase un enfrentamiento con armas a la vera de sus casas. Cuando se cumplió el plazo fijado y llegó el día de entregar el dinero, entre todos pusieron en marcha el nuevo plan. La consigna con Senciales, como recordamos, consistía en que irían dos mujeres a entregar el dinero, camuflado ad hoc en una cesta de ropa, y se reunirían con ellos en un punto predeterminado del río. Pero, ¡ay amigo! que esas dos mujeres no serían María y la mujer del pastor: en su lugar irían dos guardias civiles disfrazados. Al efecto eligieron a dos muchachos jóvenes y delgados, que se vestirían con las ropas de las dos corzoleñas. Mientras se colocaban blusas, faldas y pañuelos –ayudados por las mujeres para que el resultado fuese convincente–, los dos guardias temblaban visiblemente ante el riesgo irrefutable de la misión que les encomendaban sus superiores. No obstante no irían solos; estarían cubiertos por varios compañeros que previamente se habría apostado por los alrededores del río para, a una señal convenida, atacar por sorpresa. Cuando los guardias quedaron convenientemente ataviados cogieron la cesta de ropa, en la que no había dinero camuflado sino sendas granadas de mano listas para ser lanzadas, y salieron al encuentro de los maquis.
El curso medio del arroyo Golondrinas se encuentra encajonado en un barranco profundo y de vegetación compacta; un paraje muy a apropósito para moverse aquellos que no quieren ser descubiertos. Los guerrilleros se habían ocultado tras un saliente rocoso que quedaba por encima del cauce, desde donde se dominaba el sendero que seguirían las dos supuestas mujeres con el –también supuesto– cesto con los dineros. Las vieron aparecer a lo lejos, por fin, mas notaron que algo inusual había en ellas. Sus hechuras, sus andares, sus cabezas gachas… algo no les cuadraba, pero tampoco podían estar seguros de que no fueran ellas, así que emitieron el aviso convenido tres días antes, en la era del cortijo. Las “mujeres” levantaron la cabeza e hicieron, a su vez, una señal a los guardias que estaban escondidos en el cauce del río. Todo fue uno: los beneméritos disfrazados sacaron de la cesta varias granadas que lanzaron al punto, mientras los que estaban ocultos abrieron fuego a discreción sobre los maquis. En unos segundos, el vero estruendo de la guerra se cernió sobre el paraje siempre idílico del arroyo Golondrinas; pero, del mismo modo, en pocos minutos cesó. Y es que los rebeldes, grandes conocedores de la sierra y sus vías de escape, consiguieron dispersarse monte arriba con la ligereza que procuran la práctica y el desespero. En esa pugna no hubo muertos ni heridos, y tanto los maquis como los guardias civiles se retiraron con las manos vacías: unos sin las siete mil pesetas, y los otros sin los proscritos.
El suceso no concluyó ahí. De vuelta en Córzola y con el miedo metido en el cuerpo, José confesó a los guardias que todos temían que la gente de la sierra tomase venganza por aquella encerrona. La guardia civil –que sabía que ese riesgo era muy cierto– dejó ex profeso un destacamento en el cortijo, no sólo para proteger a las familias sino para tener, además, la oportunidad de apresar de una vez a esa partida de maquis: era ya una cuestión de honor. Siete guardias se instalaron de forma permanente en el cortijo y se integraron por completo en la rutina diaria de los corzoleños. Los militares se repartían las tareas para no dejar desprotegidos ni los campos, ni las casas ni a sus ocupantes, a quienes la aprensión les impedía hacer vida normal. ¿Que había que bajar a Jayena a por mandados? Pues dos guardias los escoltaban. ¿Que había que estar en el campo arando, regando o con el ganado? Otros dos acompañaban al labrador o al pastor; en ningún momento los corzoleños se quedaban solos. Las mujeres y los niños tampoco ya que, escondidos por los alrededores, otros guardias más escudriñaban de día y de noche los terrenos que rodeaban el cortijo.
José se habituó –quién lo habría imaginado, tan sólo unos años antes– a salir con la escopeta colgada al hombro cuando iba con las cabras, y a fijarla en el arado mientras labraba el campo. Además, los guardias y él tenían su contraseña para alertar de la presencia de los maquis: si llegaba al cortijo gente de fiar, José se sentaría con ellos a charlar, sin más; si llegaban los de la sierra, se quitaría el sombrero y se rascaría la cabeza, con lo que –era de prever– se desataría la hecatombe. En el día a día todos se acostumbraron a todos; la presencia de los civiles llegó a ser un hábito adquirido para los corzoleños. Uno de los guardias, apellidado Ballesteros, era un muchacho jovial al que le gustaban mucho los niños, y sus ratos de descanso los dedicaba a enredar con ellos y a contarles chascarrillos. Por contra, en el mismo grupo se encontraba el temible sargento Magaña, que disfrutaba –sin duda con el espíritu infectado por el odio– narrando cada noche, durante la cena, las truculencias de cómo, dónde y de qué manera abatían a los rebeldes. Entre bocado y bocado describía persecuciones, emboscadas, sombreros que volaban de un tiro, ropas agujereadas por las balas, gritos, explosiones, desangramientos y muertes, revolviendo estómagos y arengando con auténtica mala fe a quienes le escuchaban, grandes y chicos; se parecía mucho a aquellos curas antiguos que asustaban a sus feligreses los días de Cuaresma haciendo, con voz ampulosa y escalofriante, el más detallado relato de las penas del infierno.
A pesar de ello las familias de Córzola agradecían su presencia, porque en la última etapa de los guerrilleros en la sierra la situación se había vuelto muy delicada. La llegada a la comarca del teniente coronel Eulogio Limia y sus afamadas tácticas contra la guerrilla ennegreció del todo el panorama para los perseguidos y, de hecho, no pasó mucho tiempo –poco más de un año: de mayo de 1950 a agosto de 1951– hasta que el destacamento del cortijo de Córzola dio caza a Manuel Fajardo Ruiz, “Senciales”, junto a sus compañeros Francisco Acosta Urdiales, “Máximo”, José Cecilia Márquez, “Francisco”, y Miguel Martín Medina, “Medina”, cuando bajaban por el Cerro del Gitano, en la sierra de Cázulas, no muy lejos de la sierra de Jayena. Parecía que, por fin, llegaría la paz verdadera a todas partes. María, que desde el incidente con Senciales no había vuelto a dormir tranquila, hizo una promesa firme a la Virgen, de quien era muy devota: si todos los suyos salían con bien de aquel período nefasto, ella se vestiría de negro para siempre, ofreciendo ese hábito humilde a cambio de la gracia que pedía. María contaba a la sazón treinta y seis años, y nadie, nunca más, volvió a verla vestida de color.
Los años volaron sin esperar a nadie, y la lucha contra el maquis –ese mazazo que trastornó tantas cabezas–, voló con ellos. En adelante Córzola y sus habitantes conocerían una larga etapa de tranquilidad y prosperidad. María sabía que la vida consiste en ir superando lo inesperado y, con suerte, en aprender de ello; no obstante, algo en ella había cambiado de manera irreversible. El trance vivido con Senciales terminó convirtiéndose en uno de esos momentos que marcan la vida de una persona, sin que nadie sea capaz de advertirlo. Una vaga inquietud, un inexplicable desasosiego se adueñó de su voluntad, aquella a la que tantas veces había recurrido para enfrentar otras circunstancias, y se convirtió en una sentencia inapelable que la acompañaría hasta el final de su vida. Por fuera vestía de negro y, a menudo, por dentro también. Las pesadillas eran recurrentes; por ello no dejaba sus rezos a la Virgen, de la que llevaba su nombre: María no pedía un milagro, sino fuerzas por si no lo hubiera y su pavor no tuviese un final.
Córzola y su gente, mientras tanto, seguían adelante. De sol a sol y de luna a luna, las mujeres trabajaban con el mismo ahínco que los hombres. ¿Qué azada se alzaba más decidida, la de María en el huerto de la casa, o la de José en el campo? Ella, además, daba una vuelta a lo de la lumbre, iba a por agua a la fuente, tenía dispuesta la mesa para cuando volvían los hombres de la labor y acudía a los más pequeños mientras daba una escobada al suelo de la cocina, todo al mismo tiempo. Por la tarde tornaban cada uno a su quehacer y, a la anochecida, las mujeres aviaban la cena y se reunían con los hombres y los niños a comer y conversar. Por las casas de Córzola pasaban el que vendía vino, el que llevaba telas, el que ofrecía quincalla, el que lañaba barreños, los arrieros de la costa con sus capachos de frutas; todos paraban en el portal –nunca mejor dicho– de María y José que, a todos los efectos, funcionaba como una posada en la que jamás se cobró a nadie. Los convidados cenaban los suculentos garbanzos que se daban en Córzola y, muy de mañana, desayunaban migas hechas con la harina de trigo del terreno. Las bestias encontraban a su disposición paja, cebada y un rincón en la cuadra, y los trabajadores que andaban por los alrededores, cena y cobijo igualmente. A veces eran tantos alrededor de la olla que no había cucharas para todos y se imponía el uso de la “cuchara a medias”: un cubierto para cada dos. ¡Allí no había miseria! En Córzola sobraban garbanzos, lentejas, trigo, matanza, huevos, queso y carne; María y José, compasivos y generosos, a todos acogían y, si eran pobres como el “Pataperro”, con más motivo. Pataperro era de Lentejí; se trataba de un viejecito minúsculo, todo sumisión, con expresión de bienaventurado en la cara y una condición de cera blanda en el ánimo que le hacía dar la razón a todo el que hablaba con él. Aparecía por Córzola de vez en vez, con una cesta de fruta en las manos. No era arriero, ni pastor, ni labrador, ni jornalero: no era apenas nada, porque casi ni cuerpo tenía. Solía quedarse unos días en el cortijo y se ponía humildemente a disposición de todos, ayudando en las pequeñas tareas que sus fuerzas le permitían acometer. Al cabo de unos días volvía a su pueblo con la cesta repleta de tocino, queso, garbanzos, lentejas, harina o lo que fuese –que todo le iba bien– y, sobre todo, con el corazón henchido de agradecimiento.
La actitud de María para con los demás era una metáfora de su personalidad: llenaba platos de comida para los suyos y para todos los que llamaban a su puerta porque superaba sus zozobras remediando las necesidades de otros: estaba convencida de que la Virgen había puesto, en la gratitud de los desheredados, el consuelo de las penas de quien los socorre. María y José asistían a todos, pues, incansables y solícitos, y es que en su marido tenía ella al compañero mejor que pudiera imaginar: estaban tan hechos el uno al otro, eran tan acordes, tan unidos de pensamiento y sentimiento, que no había idea de uno que no completase el otro y, con frecuencia, hasta se les ocurrían las mismas soluciones a cualquier cuestión que se presentara.
Muchas noches, después de la cena –por suerte ya no estaba el sargento Magaña para estropearla con sus tremebundos relatos– y al amor de la compaña, se alargaban las tertulias, alrededor del fuego en invierno y bajo un cielo negro y alto en verano. Y si, entre los forasteros de ese día, alguno llevaba una guitarra, mejor que mejor: todos los presentes se unían entonces al canto, dispersando sus viejas tonadas al apacible aire nocturno de Córzola.
“Arriba limón, / abajo la oliva, / arriba limón. / Limonero de mi vía, / y de mi corazón. / Me dijiste que era fea, / y me pusiste una corona: / ¡más vale fea con gracia / que no bonica y tontona! / Arriba limón, / abajo la oliva, / arriba limón. / Limonero de mi vía / y de mi corazón.”
Los años se sucedían irremisiblemente. A pesar de ser una mujer ya madura, María conservaba una capacidad de trabajo que asombraba a todos. A la noche por ejemplo, y mientras todos descansaban, se dedicaba a cortar patrones y coser la ropa de toda la familia a la luz amarilla y vibrátil de un candil de aceite, que, junto con la chimenea, constituía la única fuente de luz de la casa. No malgastaba un minuto porque incluso cuando regaba el huerto se llevaba su costura: al tiempo que el agua irrigaba habichuelas, pimientos, ajos, cebollas y tomates, ella daba unas puntadas, sentada a la orilla de la acequia. Hasta sabía curar algunas afecciones y enfermedades leves: frotaba con sus dedos mojados en saliva las zonas del cuerpo afectadas, musitando una oración a la Virgen, y –no se sabe cómo ni por qué– todas se curaban.
En menos que se cuenta, los hijos de María y José crecieron y se convirtieron en adultos; para entonces Joaquín, el primito recogido al que prohijaron y cuidaron como si suyo fuese, ya había emigrado a Barcelona, con 28 años. Los cinco hijos del matrimonio –María, Pepe, Manuel, Antonio y Encarna– ayudaron en el cortijo durante un tiempo pero, finalmente, también se decidieron a partir. Todos quisieron probar suerte lejos de la hermosura de la tierra donde nacieron, en lugares menos bellos pero más pródigos en oportunidades, y en cada decisión tomada contaron con la aprobación de sus padres –era la ley no escrita para muchas familias rurales–, que soñaban con redimir a sus descendientes de la esclavitud del trabajo en el campo. María, que no tuvo la oportunidad de ir a la escuela de pequeña, aprendió entonces, ya mayor, a leer un mucho y a escribir un poquito, para poder leer y contestar las cartas que le escribían los suyos desde tan lejos.
Todas las familias que habitaban Córzola se vieron en el mismo caso. En un goteo constante se marcharon los jóvenes y tras ellos sus padres, a medida que envejecían y ya no les rentaba vivir en la sierra. Se jubilaron guardas, jornaleros, resineros, pastores, arrieros… Gradualmente hogares, tierras y caminos se fueron vaciando, y llegó un momento en el que José y María se vieron completamente solos. Los hijos los visitaban en Córzola llevando consigo a los nietos; el viejo José, aferrado todavía al terruño, “bautizaba” a los pequeños en la Fuente del Chinar, en una suerte de ritual de bienvenida al universo corzoleño que –le parecía a él– ligaba a sus sucesores a la bendición de aquellas tierras, tan queridas por su familia. Finalmente los hijos convencieron a María y José para que se mudasen al pueblo: no tenían edad para vivir en una casa tan solitaria y aislada. Consintieron ambos, y en el año 1972 se mudaron definitivamente a Jayena; allí vivieron juntos unos años más, María dedicada a su casa y sus gallinas y José labrando un terrenillo que tenía en la vega, hasta que falleció en el año 1993, con 82 años. María siguió adelante –no sabía hacer otra cosa– mientras pudo valerse por sí misma. Andando el tiempo su ahijado Joaquín murió en Barcelona, y sus hijos se instalaron en Barcelona, Alhama, Jayena y Peligros.
Sus hijos y nietos la visitaban con frecuencia, y aprovechaban para dar una vuelta por las ruinas de Córzola, aquel rincón de la Almijara que, aunque no lo fuese, ellos sentían como suyo. Todos subían a estar un rato el cortijo; todos… menos María. Y es que, desde el día en el que cerró la puerta de su casa, ella ya no quiso regresar. Se negó en redondo a ser testigo del paulatino acabamiento del único hogar de verdad –con sus pros y sus contras– que había conocido. A lo largo de esas visitas y, en vista del deterioro progresivo y acelerado que sufría el caserío, los hijos de María fueron rescatando algunos de los objetos que habían quedado abandonados en las casas, dados ya por inservibles. El teléfono, que aún se mantenía suspendido en su soporte de madera en la que fue casa del guarda, fue uno de ellos; también se recuperaron diferentes aperos, que agonizaban arrumbados en cuadras y pajares.
Los últimos meses de su ancianidad los pasó María en casa de su hija Encarna, en Alhama, quien se entregó en cuerpo y alma al cuidado de su madre. Rodeada de los suyos pero sin José, su alter ego y la razón de muchas cosas, María languideció con rapidez; convertida en una versión menguada de sí misma, ya no le quedaban fuerzas para continuar llevando la vida a cuestas. Era un reloj que todavía andaba, pero ya no daba bien la hora. Las pesadillas con el guerrillero Senciales eran recurrentes y, tan terribles, que sus hijos tenían que abrazarla con fuerza para que se calmara; María padeció el suceso aquel como un mal extraño y asustante que la atormentó hasta casi sus últimos momentos. En contraposición, también experimentaba visiones amables y consoladoras charlas imaginarias con la abuela, su añorada Mamateresa, de quien María aseguraba que estaba a su lado y la cogía de la mano, diciéndole que pronto se iría con ella. Otras veces, su imaginación la hacía creer que seguía al frente de su casa, de su vida y de las de todos, allá en el cortijo de Córzola.
–Encarna, hija, ve aviando la cena y preparando las camas, que están los arrieros de camino y no tardarán ya –, decía muy convencida a su hija.
O bien:
–Acaba de decirme Mamateresa, que ha estao aquí conmigo un rato, que se va a morir Fulanico, ¿por qué no os alargáis alguno a su casa y les dais el aviso? Que vaya Martina, que tiene siempre muy buenas palabricas pa estas cosas.
Otro día:
–Mira, Antonio– a uno de sus hijos–, era menester alzar los aparejos que hay ahí– y señalaba un bulto que sólo veía ella– y quitarlos de en medio, que no estorben. No dejarlo, que yo no puedo tirar de eso ya.
María se reunió gozosa con José, Mamateresa, Papajoaquín y Joaquín el 17 de julio de 2005, a la edad de 91 años.
Irreversiblemente deshabitado y a merced de todas las intemperies; consciente, sin duda, de su soledumbre –como todas las casas que pierden a sus moradores–, el cortijo de Córzola resolvió sucumbir sin demora. El Monte de Córzola, en consecuencia, dejó de labrarse, el boscaje fue reconquistando sus antiguos territorios y las viejas sendas se perdieron. Los acontecimientos posteriores son de sobra conocidos: hubo grandes incendios en los años 1975 y 1982, que devastaron miles de hectáreas de pinares en Sierra Almijara; hubo la compra de la finca de La Unión Resinera Española por la Junta de Andalucía en el año 1986, y hubo la creación del Parque Natural Sierras de Tejeda, Almijara y Alhama, iniciativa del año 1999 que tomó cuerpo a instancias de los pueblos que rodean esas montañas.
En todo este tiempo, el paraje de Córzola no ha dejado de ser un lugar de referencia en la Almijara. Figura como topónimo en la cartografía de la zona –la oficial y la oficiosa– y sus alrededores constituyen un lugar muy conocido y transitado por lugareños, visitantes y trabajadores del Parque Natural, ya que su emplazamiento y su fácil acceso, a la orilla de un camino de uso forestal, lo convierten en punto de paso obligado: lo que siempre fue, ni más, ni menos. Córzola no morirá nunca, aunque el correr de los años no deje un metro de muro en pie, al igual que María tampoco: los nombres de ambos perduran unidos, tal y como ella quiso que fuese. La inmanencia de aquella mujer enlutada y compasiva, voluntariosa y discreta, cuyo leitmotiv fue la entrega a los demás, dejó una estela imborrable para muchas personas, que todavía la recuerdan.
–Sí, sí, claro, la estoy viendo ahora mismo, a la puerta de su casa… ¡Era María, la de Córzola!
POST SCRIPTUM
El arcaico teléfono mediante el que los guardas de Córzola se comunicaban con La Resinera y con los otros cortijos de la finca es lo único que ha sobrevivido tal y como era –en cuerpo y alma– del antiguo estilo de vida corzoleño. Hoy, gracias a una esmerada restauración llevada a cabo en un taller de Barcelona, podemos ver su cuerpo de madera en perfecto estado, y escuchar su alma en forma de tres llamadas cortas, que eran las específicas para Córzola –riiinnn, riiinnn, ríííííínnnnn…–. Como una diminuta y sonora máquina del tiempo, su sonido, seguro, retrotraerá a algunos a muchos años atrás.
Audio del sonido original del teléfono
Fotografías, archivo de la familia de Cara Quirosa y Mariló V. Oyonarte.