Historias de aquel verano (I): Las ‘arrancaoras’

Al volver la vista atrás


Dan las cinco en el reloj de la torre de la iglesia; cinco de la madrugada. En el cielo, una luna blanca y redonda aún ilumina los campos y el pueblo, antes de ocultarse tras los olivos de Marimonta.


 Cinco mujeres se encuentran en la plaza y juntas toman el camino de Los Llanos. Se santiguan al pasar por la puerta de la iglesia y aceleran la marcha: les queda un largo camino hasta llegar al tajo. Son las ‘arrancaoras’.

 Caminan delante Carmen y Tere; son jóvenes. Sus risas se oyen en el silencio de la madrugada. Ambas tienen novio y ambas piensan casarse pronto. Ninguna de las dos llevará a su boda un lujoso ajuar; pero lo poco que lleven tendrán que haberlo conseguido con los jornales de estos calurosos días de verano y con los ganados en la aceituna, soportando los gélidos fríos de las mañanas de enero.

 A muy corta distancia las siguen María, Eulalia y Micaela. Las dos primeras son viudas de guerra; o de posguerra, porque el marido de Eulalia no murió en el frente, sino fusilado en el patio de una prisión algún tiempo después. Micaela sí tiene en casa a su marido; pero eso, en casa; porque el bar a estas horas estará todavía cerrado. Y, además del marido, también quedaron durmiendo cuatro chiquillos. Tiene otros dos más, pero esos (doce años la niña y 10 el niño) ya se ganan el pan que se comen: en casa de una señora con posibles la niña, y en un cortijo, de porquero, el niño. Cinco vidas, cinco historias, cinco afanes. Un común denominador: la pobreza.

 Pendiente es el camino y el ascenso las fatiga. Y, pasado el barranco de Lorenzo, viene lo peor. Pero ya pasan las cuevas y pronto llegan a las eras de Los Llanos. Una parada y un breve descanso mientras contemplan la impresionante belleza del paisaje que en derredor ofrece la luna llena que ya se acerca al final de su nocturna carrera.

 Un ruido sordo de herraduras las saca de su plácido embeleso. Los hombres, sus compañeros de trabajo, salieron algo más tarde pero ya las han alcanzado. Jinetes en su yegua torda vienen Antonio (él será el manijero) y su hijo Paco; detrás, en su mula, Juan el de Felisa. Juntos, hombres y mujeres, recorrerán el último tramo del camino.

 Ya está el encargado en la finca cuando llegan los jornaleros: ha de vigilar el comienzo de la jornada. Pero aún han de dedicar hombres y mujeres unos minutos a la adecuación del atuendo: el trabajo es duro y sucio. Visten las más jóvenes pantalón (cedido por algún varón de la familia), pero sobre él colocan ahora una falda, larga y vieja, para que a esta quede adherido todo el salitre que soltarán los manojos de garbanzos. Las mayores (ellas no visten pantalón) colocarán, con el mismo fin, otra falda larga y vieja sobre la suya. Los brazos, semidesnudos, hay que protegerlos del sol: este es el cometido de los ‘mangos’, que nunca faltan a las trabajadoras del campo. Bien ajustado el pañuelo en la cabeza, solo falta protegerse convenientemente la mano que ha de realizar la dura faena de la arranca: dedos vendados y un calcetín grueso con un agujero por el que saldrá el pulgar. Los hombres, que han de presumir de dureza, solo se protegerán con el calcetín. Al final de la jornada, las ampollas habrán hecho estragos en los unos y las otras.

 Seis y cuarto de la mañana. El reloj comienza su particular cuenta atrás. Han de ser seis horas de trabajo, sin contar los descansos. Siguiendo las instrucciones del encargado, los hombres se colocan entremezclados con las mujeres. ¿Temerá que se distraigan charlando entre ellas, que estando juntas rindan menos? Pero las tres mayores tienen a su espalda una dilatada experiencia en los trabajos del campo; las dos más jóvenes, una vitalidad desbordante y un sin fin de ilusiones por cumplir.

 Dos horas y media: primer reveso. Bocadillo. Al sol (los olivos quedan lejos), cada cual da buena cuenta de sus viandas. Tras la larga caminata y el duro trabajo, el hambre aprieta. Echan un cigarro los hombres, reajustan los vendajes las mujeres y vuelta a empezar. El trabajo sigue a buen ritmo: un borrego, otro cruzado, tres, cuatro… y una piedra encima: una pavea. No se atarán gavillas. El último reveso, solo hora y media, es el más duro. Pero las ‘arrancaoras’ aguantan y no pierden el ritmo. Paco, no muy curtido en las faenas del campo, sí da visibles muestras de cansancio. Y son María y Eulalia, una a cada lado, las que con un esfuerzo extra echan un capote al joven jornalero, colocando de vez en cuando un manojo en su pavea, para que su falta de rendimiento pase inadvertida.

 Pasados unos minutos de la una del mediodía, el manijero ‘echa el cristo’: la jornada ha terminado. Un buche de agua, pañuelos que secan los sudorosos rostros y manos doloridas que quedan al descubierto. Con el pitillo en los labios y quejándose del bochorno ha llegado el encargado. Parsimonioso, saca del bolsillo la cartera. Comenzando por los hombres, va pagando uno a uno los jornales: veinte duros el peón de un hombre; el de una mujer, quince.