De Pedro el de los mulos

Espacio literario


Como sabéis, el licenciado en la vida Don Pedro y catedrático de la libertad, siempre alterado por el estado del Ibex 38, de acá para allá en su su BMW Serie 4 paquete Asno M.

La gata sin nombre
Un relato de José Ignacio Molina Benítez

 Cuando meditaba que debería ponerle nombre a esa gata que rondaba mi barrio no sabía que Don Pedro el de los mulos era su tutor. Ya sabéis, el licenciado en la vida Don Pedro y catedrático de la libertad, siempre alterado por el estado del Ibex 38, de acá para allá en su su BMW Serie 4 paquete Asno M con maletero de serones, wifi, descapotable y aparejo de sacos color vino del terreno y bordados de esparto. El paquete Asno entero vamos. La gata salía y entraba de su casa como Pedro por su casa, pero a diferencia de Pajarillo, su perro salchicha, la gata no tenía nombre. Es verdad que en la calle Guillén hay fantasmas cariñosos con los que sueño, seguramente porque de todos los años que llevo viviendo en estos tejados - me encanta echar la tarde abajo con pasos cortos, rozar con los bigotes la hierbecilla de las tejas, las macetas de las terrazas y contemplar lo pequeñas que son las personas – su familia era de las que me cuidaba mejor en pellejos de ibéricos y latas de atún. Me relamo pensándolo, pero esta historia no tiene nada que ver con amigos que se fueron, tiene que ver con la avaricia de los gatos, algunos gatos con dueños, esos gatos fascistas o comunistas que viven entre algodones sin más preocupación que elegir donde acomodarse. También esta historia trata de cómo encontrar un nombre para una gata sin apellido ni sangre burguesa, una gata provinciana de la alta placeta – entre puente Rufino y lo de la Olga -. El caso es que Don Pedro, harto de las inestabilidades del centro financiero de trueques de los paseíllos, de la circulación de guiris por el camino de los ángeles y de las heladas que amenazaban los viñedos, olvidó ponerle un nombre a la gata. En principio pensé que podría llamarse Paquita, como la protagonista de El sí de las niñas, pero si alguien descubriera que la gata tiene origen neoclásico pensarían que es una gata sometida a los gatos, y, esa losa paternalista en el lomo nunca se la podría quitar. Tampoco me valían la Zowi ni la Ratareguetonera, porque la gata estaba acostumbrada a los ritmos auténticos y la vida del LerIndie, el hotel de David Moyano por el que pasaban la flor y nata del indie y el rock comarcal para presentar sus últimas composiciones. Y claro, la gata sin nombre se llevaba bien con Teresa, la recepcionista, por lo que se colaba a menudo. También el programa, La garita de Tony, de Radio Alhama, que ponía Agustín a toda mecha y retumbaba en todo el solar la había influenciado, por lo que sería una incongruencia ese choque de estilos y es probable que fuera motivo de insultos por las bandas de gatos rufianes en los grandes eventos, como el Día alhameño de puertas abiertas en el Basurero o cuando el Día regala sabrosa comida caducada, es decir, el Día del Día.

 Estando en esa típica posición que nos ponemos los gatos - sentados con las piernas delanteras haciendo de pilares de apoyo, ya sabes, esa postura faraónica tan bella y plástica – vi a un gato vecino que andaba también en estado contemplativo, estaba tras los cristales - imagino que subido sobre dos taburetes – con la mirada ausente, triste y melancólico. Era el momento que había estado esperando durante años, mi rabo se movía sabiendo lo que ese gato acababa de comprender: moriría sin pisar la calle. No quiero que creas que soy rencoroso, pero Pasisco, que es como le puso su dueño el de las cejas como bordillos, se llevaba la comida al balcón solo para que yo le viera comer, y eso, compréndeme, es una ofensa muy grave, clasista y miserable. No me hago el digno, sé que tengo las pezuñas llenas de musgo y por eso mismo lo odio. Tanto cepillo pasado por el pelaje, tanta pastilla para vomitar pelusas, y tanto paté de mermelada y nueces a cada instante para enterarme de que tiraba la mayoría a la basura, cuando lo podría haber donado, por ejemplo, a la asociación Marchados por los Gatos – participio de un pueblo solidario -. Eres un sin vergüenza y un gatófobo, le dije, ¡que no hay cosa más inútil que ser gato y votar a los perros! Mañana volveré a soltar un zurullo en tu portal, para que cuando tímidamente te acerques a tu puerta desde dentro – siempre acojonado como esa vez que pisaste el sibanco, ¿te acuerdas?, el Colorao encendió la amarilla Suzuki Minicros y saltaste para dentro como un puñetero gato que vuelca olla, también es normal sabiendo que tus dueños te cortan las uñas y te lavan martes y viernes – huelas el olor de la derrota. Para pisar esta calle debes cambiar tu pasado, concluí en severo maullido, mientras resonaba toda la calle Guillén – de tan ilustre nombre por el famoso poeta que escribió el Manifiesto Gatuno, donde para luchar contra los populismos y el viejo museo de arte totalmente burguesperruno, describía los pasos necesarios para poner un nombre a un gato, puesto que el inconsciente ideológico estaba dirigido por una raza dócil y obediente, siempre dispuesta a seguir la voz de la que son sumisos. Un gato no puede llamarse por ejemplo Cristiano, en todo caso podría llamarse Benzema. Se que no lo entiendes, pero fue una revolución. Los gatos se merecen un nombre digno y no vale con ser tierno o gracioso, los gatos no somos jodidos payasos, somos panteras urbanas o bonsáis de la selva.



 Después de cagarme en el sibanco de Pasisco, puedes imaginarte, había cenado la noche anterior estofado de patatas, un poco de morcilla, pasta a la boloñesa, ¿has leído?, jodida pasta a la boloñesa que terminaría siendo esta mañana un gusanaco paquete bomba, acompañé a Don Pedro hasta pasada la peluquería de Boni – el de los huevos de Boni, normalmente debido a su carácter los niños le chinchan y él sale detrás de ellos enrabietado y por poco me suelta a mi una patada – tenía pensado seguir por los tajos pero Pajarillo que iba encima del BMW serie 4 paquete Asno M empezó a ladrarme el desagradecido. No encontré momento para entrevistarme con el licenciado Don Pedro por lo que me volví olfateando las aceras – últimamente la gente no limpia su trozo de acera, por cierto – cuando el mierda del perro de una vecina me ladraba como un loco desde el balcón de arriba. Será mierda el perro mierda ¡que es más tonto que dejarse el flequillo largo y luego no poder ver!

 Ya en el solar volví a ver a la gata sin nombre. La verdad es que no le importaba mucho no tener nombre, olía el jardincillo, trepaba como una enredadera, como una gata con botas por el níspero, luego bajaba y se tumbaba al sol o se revolcaba o corría tras los pájaros aún con ese idealismo dorado de la juventud. Seguía contemplando su viveza y su inocencia cuando recordé a Pasisco, esa mirada condenada al parqué flotante, a los paseos de solo 130 metros cuadrados - porque también había sabido que la emperifollá de su dueña no le dejaba entrar al dormitorio de los niños, ni mucho menos al suyo - me estaba provocando un indulgente pensamiento de compasión. Poco a poco fui haciendo un mapa de su desdicha, descubrí con mi clásico olfato que el mundo le había sido hostil, nunca vivió la sensación de olerle el culo a gato extraño, por ejemplo, ni tampoco sabía lo que era el valor de la vida si no había estado en batallas donde nos defendíamos zarpa a zarpa de los chuchos, esos vanidosos sabuesos asesinos, o no haber gozado del acto del amor, o no saber cómo se enciende el termómetro bajo la noche helada de un coche o lo que es peor, vivir con el sexo desterrado desde el día que lo caparon, ya bien entrada su adolescencia. Pero era un gato tan perro que a veces lo había escuchado ladrar, y no es que esté en contra de los transgatos, soy totalmente liberal, pero ese ladrido era el fracaso de un gato, no la victoria de un perro, no sé si me entiendes. La cuestión es que no podía incitar a Pasisco a escapar, obviamente porque era un gato sin calle y moriría a los veinticinco minutos, así que opté por pedirle perdón por haberlo juzgado y le ofrecí como muestra de sinceridad mi colección de bolas de pelo, así podría sentir el calor coral de nuestra banda y disfrutar de nuestros lazos de pertenencia. También lo apunté al club de lectura Gatos literatos y podía colarle por debajo de la puerta trasera ensayos y poemas para tratar de reflexionar sobre el sentido de cada una de las siete vidas de un gato. La historia estaba casi acabada, yo había madurado como gato por lo que solo me faltaba ponerle un nombre a mi vecina felina. Federico encuentra un nombre, piensa Federico - cosa paradójica porque ni tengo fe ni soy rico me contesto a mí mismo – , y estando mirándola intuí el nombre aunque no alcancé a nombrarlo, observé que tenía como una mascarilla blanca puesta – veo mascarillas por todos lados pero puedes comprobarlo – ¿y una mascarilla que es?, piensa Federico, piensa, ¡una mascarilla es una máscara!, claro, eso es, si tiene una máscara es porque no debería tener nombre, ¡exacto Federico!, lo has clavado Federico para no tener fe ni ser rico – me celebro a mí mismo – . Cuando una voz segura y agradable, yo diría que de artista con solera sale de su hocico para darme las gracias y cantarme, “gracias joven Federico, si no tengo nombre tengo todos los nombres y es genial porque yo sería guitarrista en los Mamas, viajera a la luna, bailarina en Arenas, carnicera del Melli, flautista en la banda, la falda en verano, sofá del Pelano, ahijada del Tigre, enemiga los Morris, san viernes de alterne, cubalibre en dos tragos, amante del Chapi, segurata en los Tajos, Ginebra de estevia, anestesia Calixto, comensal del Ventorro, cataora Aranzada, pregonera en Jayena, pero si me dan a elegir entre todas las vidas yo no elimino la de Pedro y sus mulos, Don Quijote en camino, sombrero de chulo con cara de astuto, el viejo truhán, capitán de una bestia que lleva por bandera dos rubias y un perro en cabecera.