Relato triste de Navidad

Navidad


…en un pequeño pueblo del Temple granadino.
 
 Todos en el pueblo los conocían como Los Asturianos, pero poco más se sabía de ellos. Habían llegado en un crudo invierno de copiosas nevadas y se habían instalado en una casita de planta baja, a la salida del pueblo, una casita de tejado hundido y puerta desvencijada que, no se sabe cómo, habían adquirido de un vecino que tiempo atrás emigró a Brasil.

 A nadie saludaron y nadie los saludó. Solos arreglaron el tejado y solos recompusieron la puerta. Solos, hasta que un día muy de mañana, padre e hijo hubieron de salir a la plaza, en espera de que alguien los llamase para trabajar.

 No fue fácil. Un día, y otro día, y otro, hubieron de volverse a casa con la capacha al hombro y la decepción reflejada en sus rostros. Hasta que algún manigero, compasivo o curioso, los incluyó aquella mañana en su cuadrilla de escardadores. Hablaron poco, pero escardaron mucho; y bien.

 Los asturianos eran buenos trabajadores; nadie ya ponía en duda su valía. Pero ¿qué secreto ocultaban estos forasteros? ¿Por qué apenas cruzaban dos palabras seguidas con nadie? ¿Por qué la madre no se había vuelto a ver desde que llegaron?

 Pasó el tiempo y en el pueblo se dejó de hablar de estas rarezas; rarezas que nadie entendía, pero que todo el mundo llegó a aceptar. Y la madre siguió recluida en la casa; y los hombres siguieron, trabajadores e introvertidos, rumiando y sufriendo el secreto por el que un día abandonaron su tierra asturiana.

 Es Nochebuena. En este pueblo, pequeño, pobre y sencillo, la mayoría de los vecinos disfrutan en familia de la cena navideña antes de asistir a la misa del gallo. Los asturianos no tienen nada que celebrar y se han acostado temprano. Se han acostado los hombres; la madre permanece sentada, como cada noche, en su silla baja, junto a la chimenea, envuelta en una toquilla, con la cabeza baja y los ojos cerrados.



 El día de Navidad, muy temprano, los vecinos se despiertan con el tañer de las campanas que, desde la torre, lanzan al viento su triste pregón tocando a muerto. Tres hombres cavaron la fosa. Tres hombres asturianos que con negro brazalete marcharon tras el féretro, acompañados por un puñado de vecinos que quisieron testimoniarles su solidaridad.

 Aún lanzaba el crudo invierno sus últimas dentelladas con fríos y ventosos días, antes de dar paso a la tibia primavera, cuando los asturianos abandonaron esta tierra y esta casa que fue su hogar durante diez largos años. Y los habitantes de aquel pequeño pueblo andaluz nunca supieron que entre ellos había vivido una familia exiliada. Que aquel hermano menor que por primera vez conocieron en el entierro de la madre, había sufrido durante largo tiempo dura prisión por un crimen que no cometió. Que, recuperada la libertad, buscó a los suyos y, junto a la ventana, cantó para su madre aquella coplilla que tantas veces le había dedicado allá en su tierra natal. Y que el débil corazón de su madre no pudo soportar la emoción del reencuentro y, al otro lado de la reja, dejó bruscamente de latir sin dar tiempo siquiera a que madre e hijo pudieran abrazarse.

 Todos sufrieron aquella pérdida, pero el suyo fue un dolor sinigual. La idea de volver a su tierra y dejar a su madre descansando eternamente en este apartado rincón le atormentaba. Y así, cuando los demás decidieron regresar porque nada tenían ya aquí que hacer, él decidió quedarse junto a aquella mujer que siempre lo esperó y no pudo abrazarlo.

 Una chica sencilla, morena de ojos verdes, le robó un día el corazón. Con ella compartió su vida y con ella compartió su secreto. Secreto que compartimos quienes llevamos en nuestras venas esa mezcla de sangre asturiana y andaluza que hace mucho tiempo dio fruto en un pequeño pueblo del Temple granadino.

Luis Hinojosa Delgado