Día 1 de octubre: nuevo curso

Al volver la vista atrás


Desde mi terraza he visto llegar el autobús del transporte escolar. Poco después, un nutrido grupo de chavales, de chicos y chicas, subían desde la plaza, cargados con pesadas mochilas, camino de casa. Una sabrosa comida, un merecido descanso… y, seguramente, un montón de deberes que les aguardan tras una intensa mañana de inacabables clases. 

 Y he recordado que también yo fui estudiante. Que en aquella lejana época de mi infancia fui un privilegiado que, sin medios económicos, tuvo la inmensa fortuna de acceder a unos estudios superiores después de la enseñanza primaria.

 Día 1 de octubre de 1958: con una ilusión inmensa (y también con algo de miedo a lo desconocido) inicio esta nueva etapa de mi vida. El sol apenas calienta las cumbres de Marimonta cuando el coche de Fidel abandona la plaza y deja atrás este pueblo que no volveré a ver en una larga temporada. Los pasajeros, cinco jóvenes seminaristas, un sacerdote bueno con instinto protector y una angustiada madre que comprende que el bien de su hijo bien merece el sacrificio de la separación; y que ni se imagina que ya nunca más volverá a verlo. Sobre la baca del coche, cinco maletas de cartón y cinco colchones de lana bien enrollados y atados con sendas cuerdas.

 ¡Qué grande aquel colegio, qué grandes los dormitorios, qué altas las ventanas…! Todo inmenso y abrumador para un niño de once años que apenas conoce otros horizontes que los que día a día ha visto en este apartado rinconcito que le vio nacer. Pero no menos grande era la ilusión de quienes encontramos en aquella nuestra segunda casa la oportunidad de una formación que nunca nuestra familia hubiera podido darnos.

 Con algún día de diferencia en escasas ocasiones, la escena del viaje a la capital se repitió durante muchos años cada primero de octubre. Y aquellos niños, cada vez menos niños, fueron creciendo, en edad y sabiduría, gracias a la formación que el Seminario de Granada les brindó.

 Pocos estudiantes más había en el pueblo por aquella época, eran tiempos difíciles. Pero todos, por supuesto, en algún internado de la capital. Tendrían que pasar aún algunos años para que los institutos comenzasen a proliferar por nuestros pueblos. Nuestra formación estaba, pues, condenada a terminar con los seis años de enseñanza primaria. Y eso para quienes tenían la ‘suerte’ de poder cursarla con regularidad. Para muchos otros quedaba en bastante menos.

 Pero, como he dicho en múltiples ocasiones, el progreso llegó para todos y para todo. O casi. Y nuestros niños y nuestros jóvenes, aun en los pueblos más pequeños y en la más humilde de las aldeas, tienen a su alcance escuelas bien dotadas y maestros altamente cualificados para una enseñanza de calidad. Y posteriormente será un instituto de enseñanzas medias que, ahora sí, encontrarán en su mismo pueblo o, en todo caso, no muy lejos; y al que cada día se les transportará gratuitamente. Y un porcentaje considerable accederá a la universidad o a un grado superior de formación profesional.

 ¡Cuánto ha cambiado la vida! ¡Cuánto hemos progresado! Sí, también en este campo. Pero el progreso siempre tiene un precio. Y muchas veces me he planteado (quienes seguís mis escritos lo sabéis) si el precio pagado por ello no habrá sido en ocasiones demasiado elevado. Una formación universitaria siempre será mejor opción que el analfabetismo incluso para un barrendero o un trabajador del campo. Pero pienso en la frustración que para mí hubiese supuesto tener que dedicarme a cualquiera de estos menesteres por no lograr un puesto de trabajo en aquello para lo que me había preparado. Y siento pena y pienso que dónde estará el fallo, al ver a tantos jóvenes con un brillante expediente universitario dedicados a la hostelería, a la construcción o, en el mejor de los casos, teniendo que abandonar su país porque este, que pagó su formación, le niega ahora la oportunidad de ponerla en práctica.

 Por otra parte, y sé que mi opinión puede resultar en este aspecto algo heterodoxa, echo de menos los internados. Pocos alumnos (o pocos padres) eligen ya esta opción. Y, peor aún, muchas veces es elegida como castigo. Mucho echaba yo de menos a mi familia cuando, voluntariamente, elegí salir de mi casa para vivir en aquel inmenso colegio de la plaza de Gracia. Nada mejor para un niño o un joven que la vida en el hogar familiar si en este reina la armonía. Pero los grandes proyectos exigen grandes sacrificios. Y la formación que aquel internado nos ofreció mereció, ciertamente, el sacrificio exigido a cambio.

 En un extenso comentario que a mis recientes publicaciones hacía un antiguo compañero decía: “…si los tiempos doblaran, yo doblaría también y volvería a vivir allí, donde tanto, tanto aprendí, y no solo números y letras”.

 Me siento, pues, afortunado por haber tenido acceso a unos estudios que en aquellos tiempos estaban al alcance de muy pocos, Me siento afortunado por haber vivido en un internado mi formación. Y también me siento afortunado (tal vez sea otra particular y heterodoxa opinión) por haber vivido mis primeros años de infancia entre la casa y la calle y no entre las paredes de un parvulario o una guardería.

Santa Cruz, octubre 2021
Luis Hinojosa D.

Imagen: Seminario Menor de S. Cecilio, en la granadina plaza de Gracia.