Frasquito ‘El Gato’: Mariquilla la enana

Memorias de Santeña

 Fue después de esto cuando entró a su servicio Mariquilla apodada ‘La Enana’ por su menguada estatura.

 Era oriunda de un cortijo de las inmediaciones de Alhama y, en realidad, no puede decirse que fuese enana; era sencillamente muy bajita. Huelga decir que el mote le sentaba como una patada en la nariz. Entró pues Mariquilla como moza de verdad y en este caso no hubo ni siquiera conato de cencerrada. La gente tiene un olfato especial cuando se trata de adivinar el tipo de relación existente entre personas de distinto sexo. Pero lo que tenía de pequeña lo tenía también de dominante y orgullosa. Era Mariquilla trabajadora y limpia y llevaba la casa tan requetebién que resultaba difícil creer que todo aquello fuese obra suya. Subida de caderas y regordeta, tenía las manos chiquitas, la carita redonda y unos ojillos orondos como dos bolitas de cristal que le lloraban continuamente. La gente le preguntaba cómo se las arreglaba para alcanzar a las alacenas y a otros lugares de la casa cuya altura excedía su tamaño. Ella, ofendida por la pregunta, contestaba de mala manera haciendo siempre alusión a la potencia de su entrepierna. Porque, suspicaz y desconfiada era un rato. Si la trataban bien, podía ser amable y hasta chistosa; pero como se hiciera alusión a lo menguado de su estatura, había que oírla. Y ni que decir tiene que Frasquito llegó a estar ‘acojonado’.

 Cuando tomó las riendas de la casa, empezó prohibiendo a su amo quitarse las abarcas en la puerta; para eso estaba el corral o las traseras. Le ponía ropa limpia cada diez o veinte días y Frasquito tenía que cambiarse aunque no lo quisiera. Las voces diciéndole que era un guarro y que ella no aguantaba a los guarros se oían en toda la calle. Y el pobre Frasquito, para no verse ridiculizado por aquel monigote de poco más de un metro, amagaba la cabeza y obedecía. Tampoco podía mearse la yegua ni los otros cuadrúpedos en la puerta. “Tienen que entrar por las traseras y que lo hagan en la cuadra o en el campo, pero no por donde entran las personas”. Y nada de tener la casa pringá con los arreos de las bestias: para eso estaba la cuadra o el pajar. Tampoco consentía que la mesa fuera un comedero de zahurda. Allí se sentaba uno con corrección, usaba la cuchara y se limpiaba la boca cuando se ensuciaba. “Que pa eso están los trapos”. Pintó puertas y ventanas, blanqueó la casa entera, limpió las cámaras de toda la porquería acumulada durante años, aprovechó los cuadros que todavía estaban de ver y los colgó en las habitaciones más presentables. En fin, que Frasquito no sabía si subirle la paga o ponerla en la calle; tan perplejo estaba.

 La gente, al ver la revolución que le había formado la enana, le preguntaba a Frasquito un poco de cachondeo si ya la había probado en otro sentido y él, con cierto temor a las represalias, evadía la pregunta pretextando que era persona “mu diferente de la de Martínez”. Porque, para sus adentros, él nunca pensó que aquella criatura pudiera tener apetitos carnales como el resto de los mortales.
Tan agobiante e insoportable le resultaba aquel monigote que, por la noche, para estar seguro de que, al menos en su cuarto y en su cama, iba a estar al abrigo de ella, apestillaba la puerta y se encerraba solo, él, que tan raramente se controlaba delante de unas faldas.

 Pero Mariquilla no tardó en enterarse del potencial viril de su amo y, como mujer que era, inmediatamente se sintió atraída hacia el semental que dormía bajo su mismo techo. A raíz de esto, su trato se suavizó, le hizo algunas concesiones y empezó a servirle la mesa con un esmero y una atención que Frasquito jamás había visto. Pero el semental no parecía responder al reclamo y ella dedujo que había que ir al grano. Y una noche, a eso de las tres de la madrugada, mientras Frasquito dormía en su cuarto, oye unos golpes en la puerta y la voz de Mariquilla que grita: “Frasquito, Frasquito”. Alarmado y pensando que algo espantoso tenía que estar ocurriendo, se levanta y, como su madre lo echó al mundo, sale disparado a abrir la puerta.


Mariquilla, al ver a su amo como tantas veces lo había imaginado...

––“¿Qué pasa, mujer, qué pasa?”
Mariquilla, con el candil a plena torcía, al ver a su amo como tantas veces lo había imaginado pero tan cerca ahora de ella y con la ‘herramienta’ a flor de boca, se estremece, y, con voz entrecortada, contesta:
––“Los güevos que hay en la lacena ¿se los cambio mañana a Patas Largas3 por pescao?”
Frasquito respira y le dice:
––“¿Es que no te podías haber esperao a mañana pa decirme eso?”
Y cierra de un portazo
Al verse desairada, saca Mariquilla todo el resuello que le queda y, por el ojo de la cerradura, le grita:
––“Me cago en la puta que te parió, cabrón”.
Al instante cayó Frasquito en la cuenta. Y confesaba: ”Pero aguarda el detalle: ¿sabes cómo venía a to esto? En saya. Y lo que quería era que yo la follara. Pero el conocimiento se tiene que notar aonde está, y tú ya sabes que yo soy capaz de darle por culo a un portón; pero si por mano de pecao la follo y se quea preñá, ¿qué tengo que hacer yo entonces? ¡Ahorcarme! ¡No! ¡No!”.

 A la mañana siguiente, encontró Frasquito el desayuno puesto pero Mariquilla no estaba en la casa. Había ido por agua al río y a hacer tiempo hasta que su amo se fuera al campo. No estaba de humor para un cara a cara con él. Y cuando volvió por la noche, le dijo que le pagara porque se iba en aquel instante. Le pagó Frasquito gustoso, le abrió la puerta y hasta se ofreció a acompañarla si era lejos. Ella le dijo que no hacía falta y, sin más, salió. Él cerró la puerta, se dejó caer en un sillajo y, a solas, mirando al techo, exclamó: “¡Qué a gusto me he queao!”

 Poco tiempo después, volvió Mariquilla a Santeña a casa de otro paisano, viudo también y padre de tres recios y espigados varones, con todos los cuales intentó de nuevo llevar a cabo sus planes, aunque sin éxito. Y, pasado algún tiempo, se marchó4.

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3 Patas Largas –de nombre Ricardo- era un vendedor ambulante de frutas y verduras que venía de Alhama en su bestia casi a diario.
4 Tengo entendido que, finalmente, se juntó -o se casó- con un mozo del cortijo al que había ido a servir.