Ellos y nosotros

Madre Tierra


Aunque con frecuencia actuamos como si lo fuésemos, no somos los únicos habitantes de nuestro planeta. Junto a otros seres vivos nacemos y morimos, enfrentando las edades del mundo desde el principio de los tiempos. ¿No merecen nuestros compañeros de viaje, pues, toda nuestra consideración?


Stofer, el halcón peregrino. Fotografía de Carlos Luengo

 Los observamos con curiosidad en los parques temáticos; aprendemos sus vidas secretas desde la comodidad de nuestras casas gracias a los documentales de naturaleza que abundan en las cadenas de televisión. Tanto es así que nunca hasta ahora habíamos sabido más acerca de la biología de las aves o los grandes mamíferos; de los seres misteriosos que pueblan las profundidades marinas e incluso de los microbios que habitan, a menudo insidiosamente, dentro de nosotros. Y es que desde la monumental secuoya al más diminuto de los protozoos otros seres vivos, vegetales y animales, nos acompañan y sobreviven, las más de las veces con arrojo y casi a pesar nuestro, en esta Madre Tierra que nos acoge a todos. Felizmente aquellos que forman parte de las especies salvajes, a las que documentados reportajes han conseguido, a fuerza de tiempo y constancia, devolver algo de su dignidad -sabemos, por ejemplo, de Neruda, el corzo morisco, y de Stofer, el halcón peregrino, que protagonizaron dos artículos en esta misma sección- tienen, según parece, un merecido reconocimiento en la conciencia popular. Bien está lo que bien acaba.


Neruda, el corzo morisco. Fotografía de Carlos Luengo

 Pero hoy no se trata de ellos, sino de los otros animales: los que tenemos más cerca, literalmente a nuestro lado; los que llamamos domésticos -calificativo derivado del latín 'domus' (casa)-, de los que damos por sentado que cuentan con nuestro cariño, respeto y compasión. Son los perros, gatos, aves, peces, roedores y otros animales que se han ido incorporando voluntaria e involuntariamente a nuestras vidas y conviven con nuestros hijos en hogares que, en muchos casos -por no decir en la mayoría-, no están hechos ni pensados para sus necesidades, pero a los que nuestros compañeros -la palabra "mascotas" no es un calificativo digno para ellos- se han adaptado lo mejor que han podido, renunciando a algunos de sus instintos más arraigados sólo por complacernos y formar parte de nuestras familias como uno más. Pero, ¿es realmente así, se sienten ellos "como uno más"? ¿O quizá un arcano sexto sentido les advierte de la espada de Damocles que, onerosa e invisible, pende sobre sus cabezas dispuesta a caer en picado si un mal día su familia humana se cansa de ellos?

 A menudo nuestras acciones no lo demuestran pero, en el fondo, los seres humanos anhelamos querer y ser queridos. Todo lo que somos se reduce a ejercer esa especie de derecho de propiedad que justifican el amor o el cariño. Y esa aspiración es igualmente compartida por casi todos los animales, especialmente por aquellos a los que la naturaleza hizo más inteligentes, más expresivos, con los que el hombre ha llegado a un extraordinario nivel de cercanía y entendimiento: los perros. Si nos paramos a pensarlo caeremos en la cuenta de que las personas no nos diferenciamos tanto de los perros: ¿sabemos acaso nuestro nombre antes de que alguien nos llame por primera vez? ¿Somos felices sin unas manos que nos acaricien o unos ojos se miren en los nuestros? Hay sensaciones que son tan humanas como caninas, y una de ellas, quizá la más inmediata, es nuestra necesidad de los demás. Pero el ser humano es tan ególatra y arrogante, tan suyo, que hasta no hace mucho pensaba que él era la única criatura que puede sufrir; nuestra cultura popular -para muestra, un botón- está plagada de aforismos referentes a la humildad de la condición perruna: "llevar una vida de perros"; "estar aperreado"; "a perro flaco todo son pulgas"; "tener cara de perro apaleado"… Como si los perros no tuviesen sentimientos. Y todavía nos sorprendemos de que haya etólogos -estudiosos del comportamiento- y psicólogos para ellos. ¿Pensamos, por ejemplo, que no se hacen preguntas los perros que son abandonados por sus amos? 


Perro abandonado en un camino

 Que levante la mano quien no sienta que se le encoge el corazón cuando se topa con un perro vagabundo. Porque es en este punto donde más se marcan las diferencias entre ellos y nosotros. El hombre sabe disimular muy bien: tan sólo en algunos casos podemos darnos cuenta de que la persona que tenemos delante a nadie pertenece; a nadie tiene para contarle las razones de su pena o su alegría. Y es que el hombre sabe fingir y puede disfrazar su melancolía ante los demás hombres, aunque eso sólo sirva para aumentarla. Pero en los perros resulta tan palpable, tan desoladora la ausencia de una familia... con qué bulla extraña cruzan las calles mirando a todos y sin mirar a nadie, o rebuscan famélicos aquí y allá algún desperdicio olvidado -o tal vez dejado a propósito por una mano compasiva, conocedora de su proverbial hambre canina- con el que llenarse la barriga. Qué atolondramiento el suyo cuando yerran por los descampados o lo que es peor, por los arcenes de las carreteras, apenas a unos centímetros de las ruedas de los coches, sin saber adónde ir, intentando dejar atrás esa vida sin sentido que se lleva cuando no se tiene a quien querer.


Instalaciones de Rescate Animal Granada

 Hace unos días, sin ir más lejos, conocí a una perrilla sin nombre. Estaba echada al fondo de una jaula, dentro del recinto de Rescate Animal Granada, un refugio para animales abandonados. Hecha un ovillo sobre el suelo de cemento, parecía un mínimo cojín de color dorado rojizo, tirado allí de cualquier manera. Me vio y se acercó de un salto a los barrotes del chenil. Era pequeña, lanuda y redicha; tenía ese aspecto de los perros "sin clase" de pertenecer a todas las razas y a ninguna. Acaricié su cabecita redonda, con el pelo hecho chupones, y solicité que la sacasen de su encierro mientras duraba mi visita. La perrilla me siguió al instante: se venía conmigo ahora trotando, ahora saltando, ahora caminando enredada entre mis pies, mientras se ganaba mi voluntad alzando sus enormes ojos negros hacia los míos -qué tendrá la mirada de los perros-. Mientras los cuidadores del recinto explicaban que el animalico no había conocido más hogar que el refugio en sus siete meses de vida, ni más calor que el que ellos podían ofrecerle -a ratos y con prisas, dado el gran número de animales que tienen acogidos-, la perrilla oía mi voz atenta, irguiendo las orejas, como esperando que pronunciase una palabra que le confirmase la ilusión de una casa y una familia. Su gracioso repertorio de gestos, posturas, brincos y lametones sin ton ni son terminó de disipar mis dudas. “¡Llévame contigo, te querré siempre!” parecía querer decirme, con el humilde ofrecimiento de su amistad y la vaga esperanza de encontrar en mi corazón un hueco chiquito, como ella misma, donde poder acurrucarse y dormir tranquila.

 Existió en el siglo XIII una orden de ermitaños mendicantes, los carmelitas -pedían limosna para socorrer a los más pobres entre los pobres-, que tomó el nombre del Monte Carmelo, en Galilea. La perrilla abandonada -que había dejado de serlo desde ese momento-, sentada sobre sus cuartos traseros, me miraba con ojos inmensos e implorantes, como si también ella pidiese limosna. Su nombre, estaba claro, no podría ser otro que Carmela. 


Carmela

 Antes de salir del refugio, con la pequeña Carmela dando inverosímiles saltos de felicidad al extremo de una correílla, lancé una última mirada alrededor. Allí se quedaban decenas de perros abandonados, detrás de los barrotes de sus jaulas, siguiendo nuestros movimientos con la mirada extraviada y una inenarrable expresión de desdicha en sus caras peludas. Hasta qué punto serían aquellos pobres animales conscientes de su cualidad de seres vagabundos, sin amo y sin collar propio, no lo sabemos, pero podemos intuirlo. Canes a los que nadie puso nunca un nombre y a los que nadie espera; que no tienen manos que lamer ni fuego junto al que dormitar -qué contrasentido: animales domésticos sin hogar-. Tristes y anhelantes, acostumbrados a no llamar la atención de nadie, cautivos en sus cheniles del refugio donde literalmente se les salva la vida a diario, pasan ellos sus días esperando, siempre esperando. Unos porque no han conocido lo que es una familia en toda su vida; otros -lo que es aún peor- porque, después de haberla tenido, fueron arrojados a la calle por quienes más debían quererlos, y desde entonces viven escudriñando las caras de quienes pasan por allí, buscando en todas las miradas - los perros no conocen el rencor- aquella que un día fue la de su amo.




 La asociación Rescate Animal Granada -al igual que tantas otras de las mismas características- trata, con los limitados medios de que dispone, de ayudar a estos animales cobijándolos, alimentándolos, atendiendo a todas sus necesidades veterinarias y finalmente localizando familias dentro y fuera de nuestras fronteras que puedan acogerlos temporal o definitivamente. Una red de voluntarios entre los que se encuentran hombres y mujeres de toda edad y condición vela por el bienestar de estos pobres animales desahuciados que, de otro modo, quedarían irremisiblemente condenados a una vida errante plagada de calamidades, y a una muerte temprana. Como entregados ángeles de la guarda los voluntarios, que dedican su tiempo libre a trabajar de forma totalmente altruista en pro de esa labor, recogen de las calles perros y gatos -a menudo en pésimas condiciones, incluso al borde de la muerte- y atienden a sus necesidades más inmediatas, sean las que sean. La asociación cuenta con el apoyo económico de socios, donaciones populares y de algunas entidades, pero nunca es suficiente para el creciente número de animales que se encuentran en extrema necesidad -cada año se abandonan en España, que se supone es un país civilizado, más de cien mil perros y gatos-. Aunque por fortuna el abandono de animales domésticos va disminuyendo en los últimos años, las campañas de concienciación continúan siendo imprescindibles para terminar de convencernos de que es del todo inhumano dejar tirados en la calle a nuestros compañeros de viaje, hijos como nosotros de la Madre Tierra. El corazón humano es como una fruta agria y dulce a la vez…


Algunos voluntarios de la asociación Rescate Animal Granada


Esta perrita vagabunda tuvo la suerte de dar con ellos

 Existen en varias ciudades del mundo sendos monumentos erigidos en reconocimiento a la figura del perro vagabundo. Casi todos se construyeron gracias a donaciones populares; incontables aportaciones en calderilla, que fueron sumando poco a poco, en las que quienes más contribuyeron fueron los niños. Quizá esos niños tendrán mañana un corazón que albergue menos sombras que el nuestro, y habrán asumido por fin que animales y seres humanos somos iguales en nuestra eterna vulnerabilidad, que tiembla oculta bajo una absurda coraza. Porque cada criatura tiene derecho a la dignidad de una vida de verdad, compadezcámonos de los animales abandonados; un hogar y una familia serán para ellos las mejores prendas. ¿De verdad piden tanto al soñar con un rincón que sientan suyo y unas manos que les coloquen un collar de amor alrededor del cuello?


Antes y después de una perrita que fue abandonada y adoptada luego por una familia

 Mientras escribo estas líneas la pequeña Carmela, adoptada y adaptada, me observa -con devoción canina- echada a mis pies. Han pasado ya dos semanas desde que decidió formar parte de mi familia. Porque no la elegí yo: me eligió ella a mí. Y cada día descubro en esta perrilla nuestra, en su comportamiento, en su alegría, en sus muestras de cariño hacia toda la familia, nuevas formas de expresión del agradecimiento, la lealtad y el cariño más incondicionales. Quienes adoptan un perro abandonado coinciden invariablemente en un punto: una de las características más importantes del comportamiento de estos animales, ya que son acogidos, es su gratitud eterna e inconmensurable, una gratitud sin límites. Y es que todos los seres vivos procedemos de un mismo origen y somos como un espejo: si nos ponen por delante amor, reflejaremos amor.


Carmela está siempre conmigo

 Un antiguo poema inglés afirma que no hay cosa perdida que no se pueda hallar, si es buscada. Carmela buscó y halló, al igual que siguen buscando perseverantes, animosos y pacientes a pesar de los pesares -desde los refugios y protectoras del mundo, desde las casas de acogida temporal, desde las calles abarrotadas y los descampados solitarios-, los animales que no han perdido del todo la esperanza de pertenecer a una familia.



Escrito por Mariló V. Oyonarte
Fotografías: Rescate Animal Granada y Mariló V. Oyonarte