“Viene la Navarreta”, gritaban los chiquillos por las calles mientras se dispersaban. Algunos la seguían a distancia. Otros, la apedreaban.
La loca
La llamaban “la loca”. Desde Alhama bajaba caminando hasta entrar por el pueblo. A veces, dando voces; otras veces, cantando.
“Viene la Navarreta”, gritaban los chiquillos por las calles mientras se dispersaban. Algunos la seguían a distancia. Otros, la apedreaban.
La recuerdo (¿o, tal vez, la imagino?) alta, enjuta y casi desdentada. Con su vestido negro, sus alpargatas viejas y pidiendo, si le abrían la puerta, de casa en casa.
Un día ya no vino y nunca más supimos qué fue de ella. Tal vez se fue por veredas de estrellas, andando despacito, con su locura a cuestas.
De “locos” o de “tontos”, aquella vieja sociedad ignorante, colocó sobre enfermos indefensos una cruel etiqueta. Y arrastraron su vida entre burlas e insultos. Huéspedes de insalubres manicomios, de asilos de miseria. Apartados, donde el resto del mundo no los viera.